domingo, 6 de septiembre de 2009

Yuria 58























Yuria 57



Auguste Rodin (París, 12 de noviembre de 1840 - Meudon, 17 de noviembre de 1917) fue un escultor francés contemporáneo a la corriente Impresionista. Enmarcado en el academicismo más absoluto de la escuela escultórica neoclásica, es el escultor encargado no sólo de poner fin a más de dos siglos en busca de la mimesis en las artes tridimensionales, sino de dar además un nuevo rumbo a la ya obsoleta concepción del monumento y la escultura pública. Es por esto que Rodin ha sido denominado en la historia del arte: «el primer moderno».



Lo inacabado
Un ensayo sobre el ensayo
[i]
Benjamín Valdivia[ii]

Un ensayo es lo inacabado, lo que nunca tendremos tiempo de completar, aquello extraviado entre los cada vez más lejanos horizontes de las tentativas. No en vano la Academia lo ha definido como “un escrito, generalmente breve, sin el aparato y sin la extensión de un tratado sobre la misma materia”. Tal vez se engaña la Academia: los ensayos son no siempre breves y sí, ocasionalmente, aparatosos. Al menos nunca son breves en sus implicaciones, ya que su propio carácter provisional apunta hacia una completitud posible, por lo que el ensayo es apenas el esbozo de algo que tal vez nunca será.
Debemos acotar aquí ese tinte de indefinitividad: al ensayar nos conformamos con lo menos, renunciamos a perseguir el tema hasta sus consecuencias finales. Borges hablaba de “las tardías notas”, esos apuntes que nunca serán obra acabada en “los pocos días” que nos quedan. Ensayar es abandonar. Es abordar con levedad lo que nos interesa. No obstante, ese mismo tenor del ensayo —argucia plausible— es el que le impide tener límites o cortapisas. El ensayista es alguien que no sólo se niega a la última perspectiva, sino que, además, elude el compromiso. No sólo con el tema, de suyo despojado de tratadismo o magisterio definitivo, sino consigo mismo, puesto que el autor de un ensayo se ubica en la misma movilidad inapresable de su escrito. En ese entendido, el ensayo es una de las formas poéticas más abiertas y sensitivas; se parece a la descripción que hiciera Huidobro respecto del poema creado: “es algo que no es, que no será, pero que nos gustaría que fuese”. El ensayo es un orbe del desear.
Notemos el sentido aforístico de la frase con que terminamos en párrafo anterior. Tal vez un ensayo nos debe conducir a dar por sentada, al concluir el texto, una idea crucial y bien perfilada, la cual se puede expresar por un aforismo, una paremia, un dicho, un filosofema, un mandamiento, una declaración de fe o, en fin, con cualquier tipo de resumen apretado que sea como la aldaba del texto y la llave de otra vida posible. Claro que esto puede ser llevado al exceso y declarar, como hace Gabriel Zaid, en su El ensayo más breve del mundo, que “No hay ensayo más breve que un aforismo”. Igual diríamos que no hay ensayo más ocioso que el que tiene como tema el ensayo, porque al terminarlo, estipulada para siempre su provisionalidad, no se podrá sacar algo en claro que no sea una declaración aforística: “no hay ensayo más ocioso que el que tiene como tema el ensayo”.
Una vez llegados a la ausencia de compromiso que se revela al fondo de cualquier ensayo, deberemos avanzar por una anatomía del fenómeno, no en afán de explicarlo o entenderlo, sino de vislumbrarlo. El ensayo escrito, como lo es el ensayo del músico o el de los actores, no es la exhibición misma ante el público, sino el trabajo secreto y correctivo que nos imponemos como disciplina hacia la altura deseada del arte. Aunque existan piezas ensayísticas de factura intensa, no son sino como los esbozos del pintor, los planos del arquitecto, las ejercitaciones del instrumentista. Pero es allí donde está el deleite y el destino del ensayo: no hay otra pretensión que encontrarse a sí mismo delante de las profundidades atisbadas en un tema seductor. Y el público contempla las audacias.
Por lo mismo, el ensayo siempre está encadenado a nuestro punto de vista personal; y, en ello, a nuestra temporalidad. Si un ensayo tiene valor más allá de la circunstancia que lo impulsa es porque los temas recurren dentro de la vida; y porque el alma humana tiene menos cambios de los que se piensan para la historia. El despojado sentido de la inmediatez del cuerpo es un tema para Platón, Catulo o Quevedo como lo es para Coco Chanel o Britney Spears, sólo por delimitar extremos de la cultura memorables y no. La condición efímera de los entes, las probabilidades del decaimiento de la materia, la inmortalidad apetecida, el orbe oscuro de la muerte, sus anticipaciones dolorosas en las enfermedades o la sorpresa de gestar, de nacer, de procrear, el indefinible ser extático de la mentira y su estatuto humano, tantas aristas del misterio y de la sabiduría que nos arrastran con sus incitaciones ahora como antaño y como, seguramente, habrán de imponerse a los miserables humanos del futuro; todos los temas están dichos, pero nunca han sido ensangrentados de nuestra vena poética sino hasta que los convertimos en palabra. Palabra volátil, es cierto, mas con volatilidad emocionante, nuestra, textualidad teñida de lo que es nuestra persona. En ese sentido, nadie inventa un tema nuevo, pero cada uno construye la perspectiva inigualable —afortunada o no— de la propia mirada. En cuanto a los asuntos de fondo, todos estamos atados a la cadena insalvable; pero en lo tocante a los matices, los tiempos y maneras, nunca nadie antes habría regodeado su placer en esa original epifanía. Así, el ensayo es un diálogo con la universalidad desde lo puntualmente irrepetible.
Como revelación del pensamiento presente y como opacidad de lo perpetuo, el ensayo se reúne con aquellos aspectos de la existencia social que atienden a lo mismo: el psicoanálisis, porque evidencia y oculta al sujeto; la religión, pues liga al individuo con los que, a veces sin esperanza, esperan la Parusía que abra la comprensión; el arte, ya que ofrenda en materiales sensibles el alcance, rastrero o cósmico, de sus creadores; la política, con la que comparte la falta de compromiso y el desdecirse de sus presentes anteriores. Podríamos continuar la gama de afinidades sociales del ensayo, mas conviene señalar que dichas conexiones lo son porque el ensayo es el género textual sin pretensiones; obra que no quiere alcanzarlo todo, como la poesía; ni hacer todo artificial, como la novela. De soberbia modestia, el ensayo es el vehículo privilegiado de las inconstancias sociales, su liturgia perfecta, porque avanza sin saber, pero como si supiera. Ensayar es encontrar el consuelo del ánimo angustiado por la perfección y la imposibilidad. En el ensayo encuentran lugar todos los imposibles.
No dejaré pasar la ocasión para señalar que el ensayo, aunque visitado desde antiguo por los pensadores, es, indudablemente, un género propio de la modernidad. Sólo en nuestro mundo reciente —y por reciente quiero decir los últimos quinientos años— se ha dado el trono a la desconfianza. Y el ensayo, como mensajero de la indefinitividad, lleva el cetro del descreimiento, de la fatal ausencia de verdades finales. No es de asombrar el que los primeros ensayistas finquen su aparición en la segunda mitad del siglo XVI, luego del descubrimiento de América, la Reforma luterana y la revolución de Tomas Münzer. Primero se descara Michel de Montaigne, fallecido en 1592, y después Francis Bacon, nacido en 1561. Montaigne, en su famoso prólogo, nos dice “el tema de mis ensayos soy yo mismo”, y remarca el sello personal que se imbuye a este género. Bacon, al lado contrario, considera que el tema es el mundo humano en lo que tiene de más universal, así que sus textos son sobre el conocimiento y sus modalidades, la dirección del destino, las funciones de la sociedad y el proceso de la naturaleza. Yo percibo que esos asuntos generales de Bacon no están muy separados de los encuadres autorreferentes de Montaigne: el saber, la vida, la gente, el mundo.
Por tratarse de una exposición peculiar, el ensayo no está tendido para todo el público; más bien elige a sus congéneres: es el enlace de cofrades dentro de un lineamiento estético determinado. La aridez de algunos ensayos no será compatible con la difusa exuberancia de otros. Lectores de vastedades desiertas no sentirán gratamente la proporción abigarrada de los discurrentes rizomáticos. Y viceversa. Ya la historia ha comprobado el encono que los neoclásicos exprimieron frente a los barrocos; y éstos ante los equilibrados y matemáticos renacentistas. En todos los casos hay que reconsiderar las diferencias, lo que va del círculo a la espiral, de la esfera al caracol. Así que los públicos se reparten en gajos según los estilos; y se vuelven, como todo en la vida humana, intolerantes de sus contrarios.
No todos los ensayos son para todos los públicos. Y es que un ensayo es continuador de una tradición y negador de otra. Según de dónde provenga su asidero, el ensayista se ligará con autores que serán compatibles con cierta clase de lectores, y refractarios a otra clase. Por sus apoyos textuales y su enfoque y lenguaje, el ensayo se sitúa en un medio cultural muy definido. Digámoslo así: el ensayo es el texto de lo indefinido situado en una historia literaria y cultural muy definida. Además de lo señalado, en cada texto, y el ensayo no es la excepción, se manifiesta una visión de mundo como trasfondo en sus enfoques y procedimientos. Por eso los lectores se separan de los ensayos que no les son reveladores. Pero —y esas son las ocasiones felices— hay veces cuando el ensayo que no nos satisface se vuelve un detonador y nos propone una crisis. De su lectura, de su odiosa lectura, salimos reconfortados con la duda y el temblor de nuestros fundamentos. Eso nos muestra que el suertudo ensayo tiene sus lectores precisos: los que lo aborrecen. El momento feliz es aquel en que sucede lo que hablaba hace poco con Eduardo Lizalde a propósito de un libro suyo: nos otorga el privilegio de quebrantar el dogma.[iii] Un ensayo tiene sus adherentes, pero, para todo, son más importantes sus aborrecedores.
En todo este universo de disímbolas direcciones, hay variadas posibilidades para el ensayo en nuestros días. En sus artilugios y en sus entregas francas se puede escribir de tal forma que el lector se convierta en un conversador cómplice o bien que sea un testigo distante del suceder mental. Se puede, también, hacer que el ensayo sea como un pinchazo o un escozor que haga saltar al cómodo lector en sus cicatrizadas hormas de memoria y pensamientos o bien hacerlo que se arrulle en la caricia de lo dulcemente elaborado para su aceptación. Son procedimientos, timbres, registros y gamas para establecer contacto, como lo es la posibilidad de darle evidencias y pruebas, analogías explicadas, como hace Bacon en La esfinge, o soltar los potros de la revelación para que arranquen de la mesura al insospechado lector y lo obliguen a ver más allá de lo visible, lo que nunca se hubiera imaginado. Para lograr el esclarecimiento, ya sea por evidencia o por revelación, el ensayista acude a la vida directa, tangible e inmediata; o acude, en otra posibilidad, a la historia —magistra vitae, como dicen los manuales de Latín— que es el campo común. Aunque se refieran a la misma suciedad, un ensayo que nos hable de la actualidad política del país será muy diferente del que se ocupe de las condiciones del senado griego. No hay que olvidar, en este caso, el distanciamiento preconizado por Brecht, pues lo que no es del aquí y el ahora nos libera presiones y nos somete a pasiones más refinadas, además de que añade el factor intelectual, nada despreciable cuando se trata de ensayar, pues el texto, en este género, se edifica de enunciados tanto como de ideaciones.
En última instancia, el ensayo tiene dos vertientes: convence o interroga. Su labor socavante busca minar al lector, no confirmarlo; extraerlo de su seguridad pacata y lanzarlo a las fieras de lo posible. El ensayo, por convicción, es el intento de respondernos el sentido de lo que es, de lo que somos. Ante esa condición irrenunciable, el ensayo puede solamente enfrentarnos a la interrogación; o, en su otro reverso, ofrecernos una respuesta plausible, convincente, de lo que hemos sido y lo que podamos ser. Camino de la insatisfacción, el ensayo no quiere decirnos que así es la vida, sino que así podría ser. Si el convencimiento nos ilumina, la interrogación nos oscurece. Y el ensayo es el terreno minado de los claroscuros. Yo no quisiera haber convencido a nadie, aunque tampoco quisiera haber planteado solamente una interrogación. La página se cierra y la vida se abre. ¿Acaso ahora tiene otro sentido el habernos encontrado en lo invisible para que luego viniera a concluirse el texto sin que se haya concluido el tema? Lo dijo el latino: la vida es muy corta y los asuntos son muy extensos. Como antídoto para ambas cosas, el ensayo se plantea la brevedad de la vida desde el sentido de lo tentativo; y la enormidad del tema desde la precariedad de lo posible. En ambos casos —vida y tema— el ensayo es lo inacabado. Y ahora que termina el ensayo vemos, con cierta ambigua satisfacción, que, por el momento, ni la vida ni el tema se pueden dar por concluidos.


[i] Este texto forma parte del libro Yo mismo (y otros ensayos sobre percepción y literatura), Universidad de Guanajuato, 2008, pp. 91-98.
[ii] Benjamín Valdivia (Aguascalientes, México, 1960) es correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. A la fecha funge como director académico del Centro de Estudios Cervantinos de Guanajuato y preside la Red Cervantina Mundial. Investigador SNI de nivel II, ha sido becario del Fonca y es autor de más de treinta libros de poesía, novela, cuento, teatro y ensayo. Se han publicado traducciones suyas desde el inglés, francés, portugués, italiano, alemán y latín en diversos medios mexicanos y extranjeros. Más detalles en el sitio www.valdivia.com.mx
[iii] Se trata del poema —en realidad sólo son dos líneas— inicial de La zorra enferma (Joaquín Mortiz, México, 1974), llamado Ojo, sectarios, que dice “Sordos, odiad este libro, / eso incrementará mis regalías”. A partir de tan descarada afirmación pudimos asumir críticamente el sectarismo en un momento crucial de la adolescencia.

[1] Este texto forma parte del libro Yo mismo (y otros ensayos sobre percepción y literatura), Universidad de Guanajuato, 2008, pp. 91-98.
[1] Benjamín Valdivia (Aguascalientes, México, 1960) es correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. A la fecha funge como director académico del Centro de Estudios Cervantinos de Guanajuato y preside la Red Cervantina Mundial. Investigador SNI de nivel II, ha sido becario del Fonca y es autor de más de treinta libros de poesía, novela, cuento, teatro y ensayo. Se han publicado traducciones suyas desde el inglés, francés, portugués, italiano, alemán y latín en diversos medios mexicanos y extranjeros. Más detalles en el sitio www.valdivia.com.mx
[1] Se trata del poema —en realidad sólo son dos líneas— inicial de La zorra enferma (Joaquín Mortiz, México, 1974), llamado Ojo, sectarios, que dice “Sordos, odiad este libro, / eso incrementará mis regalías”. A partir de tan descarada afirmación pudimos asumir críticamente el sectarismo en un momento crucial de la adolescencia.









EL FEMINISMO Y LOS INDÍGENAS EN LA OBRA DE ROSARIO CASTELLANOS
Armando Cortés


La Fundación Colosio, AC, Filial Chiapas, no olvida nuestros extraordinarios valores humanos, menos a lo más trascendente en el ámbito internacional de la literatura. Hoy se cumplen los 35 años de la pérdida de nuestra más grande creadora literaria, nuestra Rosario Castellanos Figueroa, la chiapaneca más universal, más versátil y productiva del intelecto, porque no solo sobresalía como poetisa en los tiempos misóginos dominados por capillas encabezadas por machos-homosexuales (que son peores), sino que además es triunfadora como ensayista, como pensadora, como novelista, como narradora, como académica, como diplomática; es nuestra Rosario sin duda alguna el emblema más sublime de creatividad literaria que tenemos los chiapanecos, pues aunque fue una mujer frágil (emocional y físicamente, que padeció y superó la tuberculosis), fue sobresaliente en lo intelectual, en la lucha social y espiritual, fue tan poderosa y creativa que trascendió a su generación de varones y mujeres como poeta, narradora, pensadora, pero igual es la iniciadora de las luchas feministas del México post revolucionario.

Ya lo decíamos en nuestra anterior entrega de la Fundación Colosio, AC, Filial Chiapas, que la autora de Balún Canán, de Oficio de Tinieblas o Ciudad Real (entre muchas obras que ya dimos a conocer el martes), fue precursora del movimiento feminista de la segunda mitad del siglo XX y una de las primeras intelectuales preocupadas por reivindicar los derechos de igualdad y justicia de los indígenas. Dando por sentado (espero no equivocarme) de que todas las mujeres y varones de México y de Chiapas ya leyeron por lo menos las obras narrativas antes dichas, en esta entrega daremos una visión especializada de la impulsora del movimiento feminista que en los años sesenta estaba enterrado en la cocina y en las oscuras alcobas, pero que nuestro orgullo creativo de mayor trasdendencia internacional que es Rosario Castellanos Figueroa, impulsa con escritos en el diario Excelsior y por otros medios, pues desarticulada del mundo mojigato, hipocritón e ignorante del Chiapas en que nació a las ideas y las percepciones primas, Rosario sin duda conocía las movilizaciones de mujeres en Estados Unidos, Suecia, España y otros países europeos a finales del siglo XIX, y las que en México y América Latina se efectuaron en las décadas de los veinte y cincuenta del siglo XX, pero que en los sesenta eran conceptos fantasmales donde el predominio de la abnegación, la violencia y la discriminación contra las mujeres erala cruz que Cristo (decía la iglesia) las mandó a cargar con maridos irresponsables, borrachos, infieles, golpeadores, porque para las iglesias, las mujeres no son dueñas de sus ideas y mucho menos de sus cuerpos, por eso en Chiapas hoy en día (y en todo el país) no existe una política de control natal que impida la multiplicación de la pobreza, pues mientras la tasa de natalidad siga siendo superior a la de cecimiento del PIB, podrán gastarse el 100% de los presupuestos en los pobres y éstos seguirán crevciendo como conejos, ratones o cucarachas.

Rosario es una mujer que trasciendo su género y las amarras de su tiempo, intelectualmente va mucho más allá de Sor Juana Inés de la Cruz porque hila ideas perturbadoras para las buenas conciencias de las mojigatas clases dominantes y de una clase media más conservadora y comodina que tiene más miedo de perder su ubicación en la nómina, que de romper sus cadenas y ser enteramente libre por la vía del conocimiento y la particiáción activa en la política, en la empresa o donde sea pero como protagonista y no como parásitos. Rosario no se contenta con votar, ser votada o con que el dictador Balaguer decretara que todos los gobernantes de las provincias tenían que ser exclusivamente mujeres, supone Rosario en virtud de que ganó el poder gracias a la capacidad de liderazgo y movilización que las mujeres siguen demostrando, al menos en mi partido y en mi casa donde aparte de mi tercer hijo que es Carlos Armando (por terminar ingeniería civil) se han criado tres mujeres extraordinarias: Pilar que es pintora y vive en Bristol; Ximena que estudio medicina y hace su año de hospital en Comitán y Natalia, la chunca que comienza el lunes 10 de agosto la licenciatura en matemáticas en mi alma mater, que es la UNAM. Por eso, por mis hijas y el respeto de las mujeres que se respetan y trascienden los estereotipos, es que me emociona Rosario, pues rebasa el mundo y las ideas de ese mundo cuasi medieval en que creció y a los 21 años ya tenía altura para volar como las águilas y posarse sobre las serpientes, roedores e insectos.

Hay que recordar que en 1953 se reconoció en México el derecho al voto de las mujeres. Ese suceso histórico, coincidió con la publicación de los ensayos de contenido filosófico de la escritora chiapaneca, pero como veremos en un escrito de Elena Urrutia en la Revista de la UNAM, Rosario fue mucho más allá de una clase política conservadora, misógina y bastante timorata entre los años 40 y 60 que es cuando se extravían los postulados sociales de la Revolución Mexicana y nuestra Rosario comparte banderas con otras intelectuales como la dramaturga y directora de teatro Maruxa Vilalta, la loquísima poetisa Pita Amor, la escritora Elena Poniatowska y la misma Elena Urrutia de la que tomamos su Despertar de la Consciencia Feminista , quienes también lucharon por los derechos de la mujer mexicana y sentaron las bases para que otras activistas y escritoras se forjaran en el feminismo, entre las segundas están Margarita García Flores y Alaíde Foppa que fundaran en los años setenta la Revista Fem y actualmente como que hay muchas más ONGs y lideresas feministas, que ideas, realizaciones y liderazgos femeninos, pues solo el PRI ha tenido tres dirigentas nacionales (María de los Ángeles Moreno, Dulce María Sauri Riancho, Beatriz Paredes Rangel) y el PRD lleva dos dirigentas nacionales: una de ellas electa, Amalia García (hija de exgobernador priísta y actual gobernadora de Zacatecas) y la otra, interina de Cuauhtémoc Cárdenas que igual le hereda unos meses el gobierno del DF, Rosario Robles Berlanga. El PAN nunca ha sido dirigido por mujeres, sigue defendiendo que el papel de las mujeres es el reproductivo, la crianza y la educación de los hijos, y no les concede el derecho a decidir sobre sus cuerpos, admite solo a regañadientes la planificación familiar (proponen el método rítmico y apenas el condón) pero son francos opositores al aborto y un beso en ciudades gobernadas por ellos era motivo de cárcel y multas por faltas a la moral todavía el año pasado en Guanajuato.

Dejo pues el documento referido para dar cuenta del perfil y el pensamiento feminista de Rosario, lo cual como decía en la anterior entrega del martes, motivó que logias femeninas chiapanecas y del país adoptaran su nombre en lugar de Isis y otros milenarios nombres. Lo dejo para que las feministas recuerden y combatan que en Chiapas la pedofilia se practique con impunidad y la trata de niñas sea un santuario mundial, que en comunidades indígenas y campesinas (en colonias urbanas en menor medida) hay padres que venden o comercian sexualmente con sus hijas y lo peor, las inician y embarazan con singular cotidianidad; que noten que en este Chiapas la ausencia de políticas públicas para evitar la sobre población es una condena a multiplicar la pobreza extrema y que el aborto es un tema evadido por la ley pero abordado a diario por infinidad de mujeres, más por necesidad y miedo que por consciencia de sí mismas y del entorno oscurantista en que se desenvuelven.



Despertar de la conciencia feminista
Por Elena Urrutia (en la Revista de la UNAM)


Que lean sus libros quienes no han tenido acceso a ellos y los relean quienes los conocieron, cita José Emilio Pacheco las palabras de Ezra Pound ante el féretro de T.S. Eliot, en su nota preliminar, cuando en 1974 prologa El uso de la palabra (1) una recopilación de textos periodísticos de Rosario Castellanos que estaba a punto de salir cuando su autora murió inesperadamente, y que vio la luz de manera póstuma, precedida de esta introducción profundamente conmovedora, que ahora Andrea Reyes re produce como un apéndice al primer volumen de Mujer de palabras (2) Los ensayos reunidos en este grueso primer volumen, y a lo largo de seiscientas nueve páginas que cubren un periodo que va de 1947, cuando Castellanos empieza a publicar ensayos y estudia en la Universidad Nacional Autónoma de México, hasta septiembre de 1966 después de la renuncia a su puesto en la UNAM y su salida de México por un año para ir a impartir clases a los Estados Unidos, ensayos que sacan a la luz una parte de su cuantiosa producción inexplicablemente ignorada como señala su compiladora Andrea Reyes, y revelan un ángulo más rico, variado, plural de nuestra autora. Había, en efecto, un sinnúmero de ensayos no recopilados; no sólo los artículos de las páginas editoriales del diario Excélsior para el que colaboró Castellanos asiduamente de 1963 hasta su muerte en 1974. Encontré, dice Andrea Reyes, no cien ensayos no recopilados sino trescientos treinta y ocho. Si se añaden los ciento setenta y nueve publicados en las antologías, su producción total en este género suma por lo menos quinientos diecisiete ensayos. Rosario Castellanos fue, en verdad, una prolífica ensayista.

Dígalo, si no, su tesis Sobre cultura femenina (3) que, si bien fue publicada en 1950, conoció una difusión restringida que ahora se verá resarcida con creces gracias a la edición que el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar. A la primera publicación de ensayos
reunidos en 1966, Juicios sumarios, siguió Mujer que sabe latín (1973) y, póstumamente, El uso de la palabra (1974) mencionado poco antes y El mar y sus pescaditos (1975) y, por último, los cuatro ensayos re c o g idos en Declaración de fe, sacados a la luz por Eduardo Mejía para Alfaguara, en 1977. Gracias al rescate exhaustivo que entregarán los tres volúmenes de Mujer de palabras para leer y]releer, rescate que cumple diversas funciones por supuesto la de poner al alcance de cualquier persona, en una lectura deleitosa, fuentes de primera mano para toda suerte de estudios que quieran centrarse en el periodo abarcado, se amplía para sus estudiosos y estudiosas el horizonte de los compromisos e intereses, obsesiones y preocupaciones de esta notable pensadora y aguda crítica de su medio intelectual, social y político.

Denuncia en los 40 la opresión el mundo indígena
Si su obra poética nos entrega, como diría José Emilio Pacheco, los poemas más trágicos y dolorosos de la literatura mexicana reunida en 1972 en el volumen titulado Poesía no eres tú; su primera producción narrativa, la trilogía indigenista más importante de la narrativa mexicana del siglo XX, que comprende las novelas Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962) y los cuentos de Ciudad Real (1960), que ponen ante el lector la opresión del pueblo indígena trayéndola a un presente que rebasa con creces los límites del siglo XX; sus otros dos libros de relatos nos descubren, en Los convidados de agosto (1964), los prejuicios de la clase media provinciana, y en Álbum de familia (1971), a la clase media urbana. Póstumamente vieron la luz su farsa teatral El eterno femenino (1975) y su novela, escrita desde 1964 y rescatada del olvido por Eduardo Mejía, publicada con el título de Rito de iniciación (1997). Pues bien, celebramos ahora el primero de los tres volúmenes de artículos rescatados de Rosario Castellanos. Por razones metodológicas los textos han sido clasificados bajo siete temas principales: literatura, la vida en México, Israel, anécdotas autobiográficas, la mujer, el mundo (asuntos internacionales), y la maternidad, en combinación con la educación de las nuevas generaciones. Ante un universo tan amplio reduzco necesariamente el corpus de aquellos textos en los que me voy a centrar.

Quien ha confesado (4) Yo pertenecí a este tipo de niños que usan prematuramente anteojos, son precoces, aman las palabras y la [UTF-8?]sinceridad con un último agravante: era niña. Y tal vez consciente de mi culpabilidad doble, pedía constantemente perdón por mi presencia escondiendo las manos detrás de la espalda y los pies debajo de las sillas, esa niña de gran inteligencia y sensibilidad estaba destinada, irremediablemente, a crecer y desarrollarse en el mundo de las palabras, a inclinarse hacia las personas marginadas y entre ellas, por supuesto, las mujeres. Nos llama particularmente la atención el nutrido número de escritoras, periodistas, fotógrafas, poetas, cineastas, investigadoras o maestras de las que se ocupan los artículos, ya que podría decirse lo mismo en lo que respecta a sus contrapartes masculinas de actividades similares. Lo que es en verdad llamativo es la denuncia que esta escritora comprometida con sus congéneres como lo fue sostenidamente con los indígenas hace de su condición, varios años antes de que en nuestro medio fueran verbalizados consistentemente tales reclamos.

Si en 1957, en un texto que es un homenaje a Concha Urquiza (5) Castellanos señala que en México la protesta femenina no ha sido nunca descarada y franca (que) la actitud inicial es la de aceptar, sin discusión de ninguna índole, la situación de inferioridad que viven las mujeres. No esperemos pues dice encontrar proclamas rebeldes, feministas emancipadas con deseos de hacer prosélitos. Al contrario, mujeres que como saben un poquito más que las otras les aconsejan que nunca, nunca y por ningún motivo intenten salirse de la regla. Y si alguna vez lo hacen, escribiendo por ejemplo, empleen para ello la receta del jarabe más inocuo. Sin embargo, en 1963, al referirse a la revista Rueca, señala que su singularidad consistía en que, a pesar (las cursivas son mías) de estar dirigida por mujeres, alcanzaba un nivel más que decoroso en la selección de los materiales y en su presentación: una forma un tanto ambigua y condescendiente de parte de Castellanos para destacar esta labor de muy buen nivel, una de cuyas últimas animadoras fue Helena Beristáin, objeto del artículo en cuestión. Es en ese año de 1963, en diciembre, cuando Castellanos escribe no sólo la palabra feminismo con todas sus letras (6) Feminismo a la mexicana titula al artículo aparecido en Excélsior, sino que se refiere a él, varios años antes de que en nuestro país se levante la nueva ola feminista. Como en muchas otras ocasiones, el comentario a un libro o a un estudio es el detonador de las reflexiones de Castellanos.

Una misteriosa M. Loreto H., autora del estudio Personalidad de la mujer mexicana da pie a la editorialista para destacar que el hecho y la situación de que, a pesar de las disposiciones legales, en las que siempre nos mostramos tan avanzados y tan generosos la sorna de Castellanos no se hace esperar a pesar de tales disposiciones legales (derecho del voto y ser votadas), las mujeres siguen viviendo y actuando como sujetos inferiores dentro de nuestra sociedad. A continuación hará un recuento de las diferencias que se establecen ya desde el nacimiento de un niño o una niña y los matices que las diversas clases sociales imprimen a tales etapas de la vida y las que siguen: infancia, juventud, matrimonio, maternidad o ausencia de la misma, para llevarla al fin a preguntarse cómo es que las mujeres, aun las emancipadas, las creadoras, no aprovechan sus medios de expresión para una rebeldía franca sino apenas para emitir un débil gemido, cuando no para predicar la abnegación, la humildad y la paciencia. Todavía señalaros hombres necios que acusáis... de Sor Juana sigue siendo nuestra protesta más audaz. Habría que preguntarse concluye por qué el feminismo, que en tantos otros países ha tenido sus mártires y sus muy respetadas teóricas, en México no ha pasado de una actitud larvaria y vergonzante. ¿Es masoquismo? ¿Es temor al ridículo? En esa década de los sesenta, justamente, muchas mujeres en nuestro país [UTF-8?]—como en [UTF-8?]otros— empezamos a ser conscientes del malestar que experimentábamos, a buscar explicarnos las causas de nuestra marginación, de nuestra opresión: a nombrarlas.

Con cruel ironía, Rosario Castellanos, en el artículo que titula Costumbres [UTF-mexicanas (7) describe los avatares de un matrimonio común y corriente con los consabidos ingredientes de subordinación, hijos, enrarecimiento y estrechamiento del ambiente hogareño, infidelidades del cónyuge, para rematar dirigiéndose a esa señora cuyo caso ha servido de modelo exhortándola a ejercer su virtud, cardinal (que) es la paciencia y si la ejercita le dice, será recompensada (y se apresura a consolarla): a los noventa años, su marido será exclusivamente suyo (si es que ha sabido evadir los compromisos y usted ha tolerado sus travesuras). Le aseguramos concluye que nadie le disputará el privilegio de amortajarlo. Con armas tan poderosas como pueden ser directamente la mofa, la ironía, la burla fina o el sarcasmo, Castellanos cumple cabalmente con aquello que viene echando de menos en las mujeres de su país: la denuncia de un estado de cosas que resulta intolerable para la mujer, lo mismo planteada directamente, sin ambages, que administrada en forma caricaturesca o satírica, y si además la plataforma de lanzamiento la constituye un foro tan leído como fue el Excélsior de la época dorada de Julio Scherer, la eficacia no podría haber sido mejor.

La reflexión sobre la actualidad se despierta con la lectura del testimonio que la historiadora Josefina Muriel da acerca de Las Indias caciques (8) Castellanos señala que desde que en México se concedieron a la mujer los derechos cívicos, nos llenamos la boca hablando de la igualdad conquistada. Y, sin embargo, basta el más somero análisis de las circunstancias reinantes para comprender que es una igualdad como la de los indios en relación con los blancos: legal, pero no real. De hecho las mujeres continuamos ocupando un lugar de confinamiento y ninguno de los esfuerzos aislados de algunos casos excepcionales en las artes, en las ciencias y aun en la política, han sido suficientes para modificar los estamentos sociales, para poner en crisis los tabúes establecidos, para asumir una posición de dignidad humana. No cabe duda que esos eran de transición (9) testigos de una transformación lenta, casi imperceptible, una revolución incruenta que hizo que las mujeres, poco a poco, empezaran a salir de sus casas para desempeñar trabajos asalariados, es cierto que fundamentalmente en los servicios, y muchos de ellos como una extensión de aquellos desempeñados dentro del hogar pero, finalmente, reconocidos mediante una paga todavía es prematura la denuncia de la desigualdad de pago por el mismo tipo de trabajo, este reclamo viene después del que plantea el derecho al trabajo remunerado; en esa época la atención se centraba en las resistencias que las mujeres tuvieron que vencer para ganar la calle, venciendo prejuicios caducos. Castellanos explicaba que la guerra la Segunda Guerra Mundial aceleró este proceso en Europa y en los Estados Unidos al impulsar a las mujeres a ocupar los puestos que en fábricas y oficinas dejaban vacantes los hombres movilizados, pero en 1965 todavía resultaba también prematuro hacer la reflexión que Betty Friedan hizo en La mística femenina acerca del desencanto de esas mujeres que habían descubierto el trabajo fuera de casa pero que se vieron expulsadas del mismo al reincorporarse los combatientes a las tareas de la vida civil. Desencanto y malestar que finalmente habría de ser motor, entre otras cosas, para impulsar la nueva ola del feminismo que empezaría a levantarse hacia finales de esa década de los sesenta y principios de los setenta.

Llama la atención su compromiso con sus congéneres, como lo fue con los indígenas.
En octubre de ese mismo año 1965 (10) Rosario Castellanos palpa de manera directa ese malestar en la novela La brecha de la escritora chilena Mercedes Valdevieso, cuya protagonista padece un malestar difuso, que no se localiza en ningún punto determinado, pero que tiñe el horizonte entero, que envilece la atmósfera hasta hacerla irrespirable, al punto que re c u r re al divorcio logrando con ello su crecimiento como persona. En torno al control de la natalidad (11) en una época que nuestro país estaba lejos todavía de echar a andar una verdadera política que tendiera a frenar la explosión demográfica que padecíamos, Castellanos no sólo escribe sobre el tema, sino que, además, se atreve a decir que es a las mujeres a quienes habría que preguntar qué opinan del control de la natalidad considerándolas, como se les considera hoy: meros objetos, aparatos (por desgracia insustituibles) de reproducción o criaturas subordinadas a sus funciones y no personas en el completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y de sus derechos. Porque, en efecto, por encima de las decisiones gubernamentales o familiares, está el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo y los procesos que en él ocurren.

Quiero, para terminar, destacar el momento en el que Rosario Castellanos se auto nombra feminista. ¿Qué haremos escriben las feministas autóctonas? Se ha referido en su artículo Un bosquejo de Balaguer: las gobernadoras (12) al gesto que tuvo este presidente dominicano de decretar que los puestos de gobernadores de provincia fueran desempeñados, sin excepción de ninguna clase, por mujeres. La razón aparentemente sencilla de haber sido movido por la gratitud en vista de que durante su campaña las mujeres se mostraron particularmente activas y sentirse deudor hacia ellas de gran parte de su triunfo, no parece convencer a Castellanos quien al lanzar esa pregunta acerca de que hacemos las feministas autóctonas intenta encontrar con gran humor alguna explicación plausible, al tiempo que critica, por la turbiedad de sus orígenes, a quien entrega a las mujeres dominicanas un don tan inesperado como gracioso: el don de gobernar. Por si alguien tuvo en algún momento duda acerca del temprano despertar de la conciencia feminista de Rosario Castellanos, la lectura de estos textos que empiezan a ser escritos cuando la autora tiene veintidós años confirma su existencia.

Notas de pie de página

1 Rosario Castellanos, El uso de la palabra Excélsior (Crónicas),
México, 1974.
2 Andrea Reyes, Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario
Castellanos, compilación, introducción y notas de A.R., Coneculta,
México, 2004.
3 Rosario Castellanos, Sobre cultura femenina, Revista Antológica
América, México, 1950.
4 Rosario Castellanos, Suma Bi b l i o g r á f i c a, núm. 8, noviembre- diciembre
de 1947.
5 Rosario Castellanos, Presencia de Concha Urquiza ,Letras Pa -
trias, núm. 5, 1957.
6 Rosario Castellanos, Feminismo a la Mexicana, Excélsior, 7 de
Diciembre de 1963.
REVISTA
7 Rosario Castellanos, Costumbres mexicanas, Excélsior, 25 de
enero de 1964.
8 Rosario Castellanos, Las Indias caciques Excélsior, 8 de febrero
de 1964.
9 Rosario Castellanos, de transición, Excélsior, 16 de enero
de 1965.
10 Rosario Castellanos, Historia de una mujer rebelde: de Nora,
de Ibsen, al presente, Excélsior, 23 de octubre de 1965.
11 Rosario Castellanos,Y las madres, ¿qué opinan? Control de la
natalidad, Excélsior, 6 de noviembre de 1965.
12 Rosario Castellanos, Un bosquejo de Balaguer: las gobernadoras,
Excélsior, 2 de julio de 1966.
















POEMAS EN PROSA Y VERSO DE DERLY RECINOS

Noticia pluvial

Hace varios días que se comenta la lluvia, es frecuente que se mencione. Me pregunto si la lluvia es posible cuando se nombra, que de tanto decirla se precipite. La tierra, me cuentan, está dispuesta al agua, las semillas se secaron lo suficiente, están ya bien sujetos los nidos y los pájaros aletean con severidad. El deseo es pluvial y único. Los campesinos tienen la lluvia en los ojos, de ahí partirá a los campos; las mujeres guardan en su voz la semilla de donde nacerá el agua para precipitarse en tormenta. Los infantes en sus juegos hacen crecer el viento que traerá la llovizna, los abuelos pacientes elaboran el olor de la lluvia en sus butacas, la elaboran con el recuerdo de otros aguaceros. De uno a otro hemisferio el ánimo convoca. Yo espero fiel que la lluvia humedezca tu cuerpo.


I
Aves

Las aves convocan aves, y las aves vienen y vuelan, sobrevuelan. Agrupadas y en perfecta armonía enmiendan los orificios del viento. Se divisan cicatrices, tejidos que sobre la piel del viento las aves hilvanaron para salvar la transparencia, esta misma por donde sube y baja la mirada, por donde se escapa y defiende la mirada, por donde sueña y despierta la mirada. Acudieron, en parvadas, a devolver el equilibrio pues ha de cruzar por la tarde el perfil de tu cuerpo.


Árbol del tiempo


Escribo desde este horizonte que concluye, con el sol que se oculta escribo; escribo sobre la última luz, mínima, en fuga. A esta hora desciende con la oscuridad mi voz, atardece mi tono. Qué luz habrá de conducir este anochecido cuerpo, por cual alvéolo se prolongarán las sombras enceguecidas del tiempo. Pero la penumbra es una carta, un segundo nocturno que sueña sobre la hoja; la penumbra es de papel, es un cuento que se narra. En la opacidad me oculto, escribo y existo sólo en lo narrado, he de concluir en fábula. Escribo desde esta oscuridad que dejó un horizonte de negrura: hubo una vez un ave, y un tiempo …un árbol del tiempo.

Ciudades
I
La ciudad y su diario transitar es una escena conocida, predecible. No sorprende el calor, la gente que se empeña en ir y venir, de un lado a otro como si fuera necesario; no sorprende ni el ruido en las calles. Te cuento que es extraño, esta arcaica avenida no hace otra cosa que vomitar autos. Es un paisaje insólito. Sólo tú detienes el tiempo y el ruido y el calor y los autos, y te apareces, así, para inventar otro país desde tus ojos.


II


No es suficiente con agotar avenidas, delirar sobre el calor y las enormes tazas de interés que se pagan por continuar esperando. Salir a la calle a resolver lo cotidiano, a digerir el ruido de los autos, el gentío que no entiende su estatura de peatón, el escándalo de voces, los comercios que envejecen con su histeria. No merece temblor el silencio, no produce sudor la silueta. La tarde se detiene en la luz panorámica y última del anuncio. La ciudad no está de humor para soñar. Una mujer espera el minuto exacto, el viento justo, la distancia precisa, las ganas auténticas para cruzar la calle.

Antipoética

I
Qué importancia puede tener la palabra. La palabra dicha o escrita, nace y muere al mismo tiempo, sin intervalos. Escribir es hacer basura, manchar hojas, deforestar bosques; hablar es contaminar el aire. A quién ha importado alguna vez el lamento, quien ha hecho de un adiós su desayuno, una puerta, un hogar… qué compone un adiós. Las metáforas son insuficiencias lingüísticas, parvedades sintácticas, gramática mal aprendida. Los rabos de la escritura que los poetas cantan no pueden nacer mas que del miedo, de la incapacidad para denunciar con claridad su apego o su rechazo. Un poema no esquiva la metralla, no deshace la pobreza. Los cuentos no precipitan la lluvia, ni hacen crecer árboles en las montañas: los héroes son únicamente de papel. Mentimos al hablar; al escribir se engaña, nos engañamos.
II
He dicho nace, procúrate hojas, da frutos y no ocurre nada. Alzo la voz para que las aves vuelen en deltas y la lluvia no cesa de caer. Digo al calor no crezcas hasta arder los llanos, y la flama y el humo sangran los campos. Sugiero a los autos deslindarse del ruido y se atropella mi oído con sus gritos. Si el hambre es la respuesta del odio no lo pronuncio, pero la ira hace señas todo el tiempo. Si el temblor derrumba montañas, pronuncio que se levanten las rocas, que los árboles se alcen, y no pasa nada La poesía no remedia el mundo, el poeta no es un Dios.



Signos
I
Hace varios días llueve
en el cine en el parque en las plazas
en toda la ciudad llueve
llueve
llueve.

No hay lugar para marcar el rumbo
todo se disuelve en agua constante
en arrollo citadino
en complicidad torrencial.

No puedo mostrarte
no puedo dejarte algún broche de mi palabra que te indique:
en este recinto de la lluvia te espero.



II

Ven
viaja hacia el recinto donde se pronuncia la palabra
la primera curva del sonido
el rugido original

donde se acentúa en coro el llamado a volcar la desnudez.

Acércate
la voz en el rostro del viento formará remolinos
habrá segundos que ultrajar

Causa el temblor
el quejido

responde al asedio cuando la flama no deje otra respuesta que la carne
otorga humedad como único refugio.

Suspende
de tajo
tu historia ingenua
de esperar.


Aves
Las aves sobreviven al viento
se envisten contra él
lo distraen

Vuelan en parvadas para resistir
el intempestivo desprecio.

El viento es un manotazo transparente
y lo saben
y se reúnen,
y burlan el curso del aire o se deslizan ensimismadas.

Las aves se pasean soberbias por el día, mientras el viento
sacude sus alas, las empuja hacia la tarde:
por eso graznan su queja.

En los árboles las aves alegan la estrategia,
se alteran,
se envisten

Han rivalizado así durante largas horas de sueño

El brazo del viento es una telaraña que anuda la fuga con su cordel de remolino.
Imposible migrar,
imposible acudir a la frontera del aire,
donde germina tu voz como germinan los latidos del tiempo.


WILLIAM OSPINA AL RECIBIR PREMIO RÓMULO GALLEGOS:
ELOGIO DE LAS CAUSAS


Discurso de William Ospina al recibir el Premio Rómulo Gallegos, este domingo 2 de agosto de 2009, en Caracas. Tomado del sitio de la Fundación Centro Lationamericano Rómulo Gallegos.
Es para mí un honor y un compromiso llegar a esta tribuna del Premio Rómulo Gallegos, que, como bien lo dijo aquí mismo Fernando Vallejo, es una de las más altas de América.
Entre los muchos hechos que me han traído hasta aquí, quisiera mencionar dos hechos que ocurrieron hace unos veinte años.
Empezaba la conmemoración del quinto centenario del llamado Encuentro de los Mundos, y esa circunstancia me hizo concebir el proyecto de un libro de poemas en el que se oyeran las voces milenarias del continente. Me parecía que en un mundo tan antiguo nosotros no podíamos tener quinientos años; era una desventaja tener apenas quinientos años; y con ese libro de poemas, [UTF-8?]“El país del [UTF-8?]viento”, intenté despertar en mí la conciencia de un pasado más hondo y más complejo.
También entonces me pidieron escribir la parte inicial de una [UTF-8?]“Historia de la poesía [UTF-8?]colombiana”. Yo intenté brindar allí una muestra de la vasta y dispersa poesía de los pueblos indígenas de Colombia, y después me interné por los meandros de la más ambiciosa de las crónicas de la Conquista, las [UTF-8?]“Elegías de varones ilustres de [UTF-8?]Indias”, de Juan de Castellanos.
No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casi infinita. Juan de Castellanos, un poeta bastante descuidado por nuestra tradición, calumniado por una crítica doctrinaria, es el fundador de la poesía escrita en español en República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad, Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador y el mundo amazónico. Leyendo ese libro convulsivo e iluminado, ese objeto apasionante de observación y de erudición, yo viví mi personal descubrimiento de América.
Algunos censuraron que yo intentara rescatar del olvido, o del desdén, esa crónica abrumadora escrita en octavas reales a la algunos sabios españoles le habían negado todo vuelo poético. Pero yo hallaba poesía en cada página, pasaba tardes enteras conmovido por las batallas, sorprendido por el vuelo de los pájaros, entretenido por las astucias de los guerreros, deslumbrado por el espectáculo de los pueblos nativos, sobrecogido por la irrupción de los jaguares y de los caimanes, asombrado por la minuciosa descripción de los atavíos de los jefes de Cumaná o por la artesanía de las flechas, hechas con varas tostadas de palma y mortalmente terminadas con puntas de diente de tiburón y puyas de raya. Alguien ha dicho que hay libros que tienen [UTF-8?]“todo el abigarramiento de la selva y toda la erudición del [UTF-8?]Renacimiento”: yo reclamaría ese honor para las [UTF-8?]“Elegías de varones ilustres de [UTF-8?]Indias”, de Juan de Castellanos, bajo cuyo influjo he trabajado durante tanto tiempo, y de las que espero todavía aprender muchas cosas.
Mientras me adentraba por la obra de ese hombre humilde de Alanís que tuvo la suerte y la valentía de descubrir y de nombrar un mundo, me sorprendió que en 1992, cuando se conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro en los billetes de mil pesetas, los que más circulaban en la península. Sentí que España seguía envanecida de sus triunfos guerreros, celebrando el costado épico de la Conquista , que es el que a nosotros más nos aflige, persistiendo en la leyenda insostenible de que esos guerreros fueron paladines de la civilización, y olvidando al mismo tiempo la labor de quienes intentaron verdaderamente establecer la alianza de los mundos, de quienes denunciaban el horror de la Conquista como Bartolomé de las Casas, de quienes interrogaban el mundo americano, como Gonzalo Fernández de Oviedo, de quienes buscaban desesperadamente nombres para todas las cosas, de quienes, más allá de la ambición y la codicia llegaron a amar el territorio, procuraron comprender las culturas indígenas, e iniciaron el mestizaje de la lengua, como Juan de Castellanos.
España había hecho obra de verdadera civilización, pero no lo sabía o no quería saberlo. Prefería envanecerse de haber fundado el imperio más grande del mundo, repetirse que bajo la corona de Carlos V no se ocultaba el sol, porque cuando oscurecía en las sierras de oro de California ya estaba amaneciendo sobre los arrozales de Manila. Y yo lamenté que, fiel a una suerte de envanecimiento bélico, sólo quisiera rendirles culto a sus guerreros, y se olvidara de sus sabios y de sus poetas.
En 1998 fui invitado a participar en los Cursos de Verano del Escorial, y tuve la oportunidad de corregir el libro que escribía entonces sobre Juan de Castellanos, [UTF-8?]“Las auroras de [UTF-8?]sangre”, en un hotel en la parte alta de los bosques desde donde se ven las torres del palacio de Felipe II. Y recuerdo que una tarde caminé a solas alrededor de aquella fortaleza impresionante, diciéndome que la España del Renacimiento había sido capaz de labrar esa geometría de rigor y de piedra, pero que en nuestra tierra un solo hombre, al que la experiencia y el amor habían hecho americano, había construido con palabras un monumento aún más perdurable.
No sé si será lícito comparar obras tan disímiles, pero ambas son fruto del talento humano y de su vocación de eternidad, y es de siempre esa emulación entre las palabras y las piedras. Borges nos ha contado que el primer emperador chino, que ordenó construir la muralla, fue el mismo que ordenó en vano quemar los libros; y Nietzsche dijo poderosamente que es más fácil romper una piedra que una palabra.
Fue en un par de pequeños libros editados por Monte Ávila donde conocí la obra de Juan de Castellanos. Eran dos selecciones antológicas del poema, y una de ellas se llamaba [UTF-8?]“Elogio de las islas [UTF-8?]occidentales”. Parecían dos pequeños volúmenes, pero cuando los abrí eran mares y selvas, ríos y serpientes, tempestades y muertes; estaban hechos de observación, de paciencia, de esplendor y de sangre, y me produjeron la sensación ineluctable de estar conociendo mi origen. Contaban a menudo hechos muy dolorosos, pero yo sentí, a quinientos años de distancia, que bien podían ser ciertas para nosotros aquellas palabras de Homero: [UTF-8?]“Los dioses labran desdichas, para que a las generaciones humanas no les falte qué [UTF-8?]cantar”.

Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hacen sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo territorio y de la misma aventura.
Yo he notado que estas novelas que he escrito, [UTF-8?]“Ursúa” y [UTF-8?]“El país de la [UTF-8?]canela”, y que son mi interrogación de quién soy como colombiano, siempre comienzan en Panamá, siempre pasan por Quito y por Cuzco, siempre cruzan por Manaos, y siempre terminan en Margarita y en Santo Domingo. Me gustaría decir de mi patria lo que dijo Carlos Mastronardi de su querida provincia:
Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre.
Ese abrazo de sierras, de aguas y de islas define a la Colombia de mis sueños: menos un mapa que una pregunta, menos unas instituciones que una memoria, menos una certeza que un asombro inconcluso.
El poema me condujo al ensayo y el ensayo me llevó a la novela: por ello entre esos géneros yo no puedo escoger. Como estados de la materia, como personas de la divinidad, como facultades de la conciencia, como contiguos laboratorios del lenguaje, los géneros se influyen y se aproximan, se apartan y se reencuentran, del mismo modo que en la vida pasamos sin pausa del deslumbramiento a la reflexión, de la reflexión al relato.
Emily Dickinson lo ha dicho de un modo más fino:
Después de un gran dolor un solemne sentido nos llega,
los nervios reposan severos, como tumbas,
el afligido corazón se pregunta si era él quien sufría,
y si fue ayer, o siglos antes .

La Conquista fue nuestra gran tragedia continental: el gran dolor que guarda para nosotros un solemne sentido. Yo siempre me digo que si bien hubo en su curso muchos crímenes y atrocidades, los hijos de la América Latina no podemos considerar aquella historia como un crimen. Estanislao Zuleta solía recordar que Hegel definió la tragedia como esa situación en la que dos posiciones que tienen cada una su validez se enfrentan y no pueden encontrar una síntesis. Durante mucho tiempo la Conquista fue ese enfrentamiento de posiciones que se validaban cada una a sí misma pero no podían encontrar una síntesis. Aquellos mundos asombrosos: el mundo de los aztecas, de los mayas, de los incas, el esplendor de sus arquitecturas, la finura de sus diseños, la rica narrativa de su orfebrería, la complejidad de sus mitos, el milagro de sus civilizaciones, se validaban totalmente a sí mismos; y aquellos invasores ferozmente cristianos, increíblemente arrojados, despiadadamente ambiciosos, parecían venir llenos sólo de arbitrariedad, de brutalidad, utilizando sin restricción esas armas mortales, los caballos, los perros, la pólvora y el hierro forjado.
Yo he dedicado buena parte de mi vida a tratar de descubrir si esos varones arrogantes y monstruosos, los Cortés y los Pizarro, los Alfinger y los Belalcázar, los Alvarado y los Ursúa, agotan el sentido de la Conquista. Me conmovió más que detrás de ellos hayan venido algunos hombres llenos de sensibilidad y de respeto, en los que había mucho más que ambición y mucho más que crueldad: porque esos hombres nos ayudaron a encontrar esa síntesis que la primera conquista no permitía.
Nunca podremos renunciar al juicio severo de la historia; no podemos dejar de señalar los crímenes y de reivindicar a las víctimas; no podemos demorar por más tiempo la recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la Conquista. Pero tampoco podemos renunciar al reconocimiento del asombro y de la curiosidad, a reconocer los diálogos donde los hubo, a admirar los encuentros y los descubrimientos.
Después de cinco siglos de diálogos, de influencias y de mestizajes, no quedan en nuestra América muchos habitantes nativos del territorio, pero también podemos afirmar que quedan muy pocos europeos, que aquí ya casi todos somos mestizos por la sangre o por la cultura. A mí me basta visitar una comunidad nativa para entender que no soy indígena, pero me basta ir a Europa para descubrir que no soy europeo. Y sé que si yo no lo descubro, ellos se encargarán enseguida de recordármelo.
A nosotros nos ha tocado el curioso destino de deplorar la conquista de América en la lengua que nos dejó esa conquista, pero también de avanzar en la demostración de que la lengua que trajeron los conquistadores no es ya la lengua que hablamos. Cinco siglos de sueños y de desmesuras, de asombros y de interrogaciones, de sufrimientos y de deslumbramientos, de aventuras y de maravillas, no sólo han transformado esta lengua sino que la han convertido en una lengua americana, de tal modo, que es evidente que España no es ya la dueña de la lengua sino sólo una de sus provincias.
La parte más compleja del idioma, la más agitada, hoy, y la más perpleja, palpita de este costado del mar, y ello no significa que España no cree y no sueñe. Significa que de este lado del mar están hace ya mucho tiempo las tierras sedientas donde se sueñan los Quijotes, las fronteras culturales que engendran los culteranismos, las tierras de nadie donde se descubren los ríos profundos y las selvas del alma.
Hace diecisiete años, cuando se conmemoraba el quinto centenario, había personas sensibles y conmovidas que querían salir a las costas de República Dominicana a decirle a Colón que no desembarcara. Era un ilustre sueño, como para Bradbury, para escritores de ciencia ficción. Pero todos sabemos que es tarde para decirle a Colón que no desembarque. No sólo vibra y resuena por todas partes en América esta lengua que es hija rebelde de esa conquista, sino que aquí ha vivido algunas de sus más altas aventuras, y ha forjado algunas de sus más bellas músicas.
Nadie puede negar, ni siquiera en España, que nunca sonó tan bella y tan dulce la lengua castellana como en los labios de ese indio nicaragüense que se llamaba Rubén Darío.
España vivió su terrible aventura americana, pero es preciso recordar que pagó por ella. Muchos americanos solemos olvidar que hace ya dos siglos le cobramos a España su deuda, y que esa hazaña de arrebatarle al viejo imperio las tierras y los sueños, esa hazaña de tomar posesión del mundo americano y de aplicarnos a interrogarlo, redescubrirlo y engrandecerlo, es lo que nos dio derecho a ser distintos, a dialogar con Europa en condiciones de igualdad. Sería triste que tuviéramos hoy mucho que cobrarle a España y a Europa: eso significaría que no creemos en la grandeza y en la contundencia de las hazañas y los sacrificios que enfrentaron aquellas generaciones heroicas que construyeron con infinitas penalidades estas patrias nuestras. Y lo que ahora tenemos qué responder es qué hemos hecho y qué hemos dejado de hacer con nuestra América, en estos dos siglos de vida independiente.
Cuando yo estudio la vida del libertador Simón Bolívar, casi no puedo creer lo que estoy leyendo. Esa aventura parecía irrealizable. Aquel hombre estaba poseído por una energía casi sobrenatural. Parece imposible sobreponerse a tantas adversidades, renacer de ese modo de las derrotas, una vez y otra vez. Ver la Primera República Venezolana derrotada por las fuerzas de Monteverde; ver al padre de estas patrias caminando solitario y vencido por las playas de Curacao, sin esperanza verosímil; y verlo entrar increíblemente victorioso un año después en Caracas, a la cabeza de una tropa de soldados de Mompox y de Mérida, de Cúcuta y de Barquisimeto. Ver la Segunda República Venezolana humeando entre las ruinas, a los propios llaneros dando muerte al sueño de la libertad, y ver a Bolívar otra vez derrotado y expulsado, caminando pobre y solo por las playas de Jamaica, después de haber presenciado las mayores desgracias. Y ver cómo ese hombre inexplicable, ante una catástrofe que habría desalentado y anulado a cualquier otro, se alza de nuevo de su derrota, ya no pensando en liberar a Venezuela y a la Nueva Granada sino convencido de que va a liberar al continente entero, es algo que conmueve y abruma. Nos da una idea distinta de nuestro propio temple, de la fibra del hombre americano.
Es notable ver cómo Bolívar se enfrentó a los que creían que la Independencia era un asunto de razas, que había que entronizar a los indios o a los negros, y expulsar a los blancos de América. Ver cómo Bolívar comprendió que, después de tres siglos de horrores y de amores, ya no se podía hablar de un continente indígena o de un continente africano, sino sólo de un continente americano. Para resucitar la Arcadia indígena Bolívar mismo habría tenido que irse; para hacer nacer la Arcadia negra y mulata de Piar, Bolívar habría tenido que ser hijo sólo de su amada nodriza Hipólita, la tierna madre que le dio el destino.
Creo que es necesario afirmarnos en nuestra memoria indígena milenaria, en la sabiduría de esas lenguas que dialogaron aquí durante miles de años con el territorio, con el clima, con la vegetación, con el cielo. Pero creo que es también necesario afirmarnos en nuestra particular condición de europeos, enriquecida para siempre por todos los aportes de la historia. Y si bien es tarde para decirle a Colón que no desembarque, no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras sociedades rindieron honores excesivos a su componente europeo, negándose a aceptar el legado de las civilizaciones indígenas y negándose a valorar el complejo, delicado y definitivamente salvador aporte de los hijos de África.
Yo diría que a un latinoamericano se lo reconoce porque su inteligencia europea esté llena de inesperados atajos indígenas, de los caminos oblicuos del pensamiento mágico. En eso tenemos un parentesco con lo más inspirado de la tradición norteamericana. En su relación con la naturaleza habría que decir que Whitman ofició en su espíritu como el último indio de Norteamérica. Que Emily Dickinson, contrariando la lógica de la línea recta y de las verdades que se chocan, nos dejó aquellas sabias palabras:
Dí toda la verdad mas dila al sesgo,
el arte está en decirla oblicuamente.

Y también tenemos un parentesco con lo más rebelde de la tradición europea. También Novalis, como si fuera un indígena precristiano, fue capaz de decir que

La poesía cura las heridas que la razón inflige.
Es aquí donde a alguien se le ha ocurrido definir al día con esta imagen:
Un relámpago con hocico de tigre.

Y hay allí una persistencia del mundo mítico indígena que no cabe del todo en el universo mental de Occidente.
A comienzos del siglo XX, Europa, hastiada de guerras y de verdades racionales excluyentes, buscaba en el lenguaje el bálsamo de otras lógicas, de otros caminos para la vida, y trató de encontrar esos recursos nuevos en la libre asociación, en la ilógica de los sueños, en la escritura automática, y engendró el dadaísmo y el surrealismo. Algunos de nuestros poetas comprendieron que nosotros teníamos en el mundo indígena y en el mundo africano esas otras lógicas que la civilización necesitaba. Y es tal vez por eso que Gallegos y Rivera, que César Vallejo y López Velarde, que Barba Jacob y Gabriela Mistral, que Borges y Neruda, que Rulfo y Aurelio Arturo, que Carpentier y García Márquez han conmovido al mundo. Han hecho nacer una literatura que ya no se debe exclusivamente a la tradición occidental, que oye los ríos profundos, que quiere capturar en las palabras el misterio de la llanura y de la selva, el barro de los huesos andinos y [UTF-8?]“el relámpago verde de los [UTF-8?]loros”. Nuestra literatura no dice: [UTF-8?]“A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del [UTF-8?]César”, sino que dice, humilde y misteriosamente:
Apoya tu fatiga en mi fatiga,
que yo mi pena apoyaré en tu pena.

Sería vanidad pretender que somos radicalmente distintos de otros pueblos, que nuestra literatura sueña cosas que otros jamás soñaron. Pero sí es posible decir que algunas cosas que ha dicho nuestra literatura suenan nuevas en el cántaro de la tradición, y que cosas que antes dijeron otros las hemos hecho salir no de nuestra memoria sino de nuestra experiencia. Aquellos versos tan nobles de Lope de Vega:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,
qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

comparten el mismo azorado asombro, el mismo peso de contrición humana que estos de César Vallejo:

Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan,
sin preguntarme ni pedirme [UTF-8?]nada…
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
Y me dan ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie,
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!

Ese desorden de los sentidos que buscaba Rimbaud, como gran instrumento de poesía moderna, y que los surrealistas creyeron encontrar en la libre asociación, en la lógica de los sueños y en un esfuerzo de arbitrariedad, nosotros lo encontramos más fácil y más naturalmente en la encrucijada de nuestras sangres y en el hondo y aún indescifrado camino de nuestras anudadas mitologías.
Pero quisiera señalar también que el cruce de las culturas europeas con las culturas indígenas pudo haberse resuelto entre nosotros para siempre en odio y en amargura, si no hubiera llegado al mismo tiempo esa fiesta del color y del ritmo, esa ternura y esa energía que son el hondo aporte de los hijos de África. Nadie como ellos nos ha enseñado a perdonar, nadie como ellos ha sabido desprenderse de los dogmas de la memoria, aceptando que la memoria está en el ritmo y en el cuerpo; nadie como ellos nos ha enseñado a entrar en el futuro sin resentimientos. El aporte de África es el más musical de nuestros componentes, y la música sabe enlazar la soberbia con la amargura, la tristeza con la fiesta, el odio con el perdón.
Creo que Juan de Castellanos lo intuyó cuando se propuso hacer de la historia de la conquista no un cuento sino un canto; pero tenían que pasar los siglos y los duelos, los amores y las guerras, los besos y las mitologías, para que nuestra lengua, reinventada en América, fuera capaz de Gallegos y de Rivera, de Othon y de Mastronardi, de Arguedas y de Cesar Vallejo, de Palés Matos y de Aurelio Arturo. Para que nuestra lengua fuera capaz de Pérez Bonalde y de López Velarde, de Neruda y de García Márquez.
Cuando ya se tiene una tradición como esa, una de las tradiciones literarias más ricas del planeta, ya no necesitamos arrepentirnos de la complejidad de nuestros orígenes. Ya podemos mirar la historia universal, y la historia de España, y la historia de América, y decirnos, con amor, como el poeta:
Se precisaron todas esas cosas,
para que nuestras manos se encontraran.
Muchas gracias.











viernes, 7 de agosto de 2009

Yuria 56












Yuria 55



Rafael Patiño Góez (Medellín, 1947). Poeta, pintor, traductor, bioenergético. Autodidacta, ha trabajado como profesor universitario en áreas tales como francés, inglés, arte cibernético. Colaborador de destacadas revistas y periódicos nacionales e internacionales. Ha traducido poesía de muchos rincones del mundo. Conferencista en el área de medicinas alternativas. Actualmente realiza traducciones, desde el inglés y el francés, del trabajo de algunos poetas invitados al XVI Festival Internacional de Poesía de Medellín así como algunos textos de dramaturgia para el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Ha publicado “El Tras-ego del Trasgo, o de las nueces astutas del desastre” (Universidad Pedagógica, Bogotá, 1980), “Clavecín Erótico” (Autoedición, Medellín, 1983), “Libro del Colmo de Luna” (Autoedición, Manizales, 1986), “Canto del Extravío” (Autoedición, Medellín, 1990), “Le Néant Perplexe” (Bilingüe francés-español, Medellín-Québec, 1999”, “Máscaras de Poesía Negra” (Selección y traducción de poetas negros de África y las Antillas, Universidad de Valencia, Venezuela, 2006) y “Opera quinta” (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006).



Opera quinta de Rafael Patiño Góez o los monólogos del alquimista embrujado
Ricardo Cuéllar Valencia


Entonces hablaré...
Sobrepasando las marcas del silencio
Hablaré igual que antaño.
Con mi azagaya cortaré
La panza de la noche
Para que las estrellas hagan recomenzar
Mi escalofrío con su letra.
R.P.G.


En la Colombia de hoy, más que nunca, los extremos en todos los campos, reales e imaginarios, son de una ineludible incapacidad conciliadora, excepto, algunos intentos a los que aspira la política crítica y democrática, desde una evidente acción minoritaria.
La lírica y el realismo en todos sus senderos cuentan, en nuestro país, con bifurcaciones que hacen la historia de la poesía escrita. Pero muy pocos poetas han frecuentado los saberes antiguos de Asía, África, Europa y América. En la modernidad recuerdo dos poetas que asumen elementos, referentes y representaciones de Europa medieval y de Asia: Fernando Arbeláez y Jaime Jaramillo Escobar. Sobre todo el primero es quien frecuenta espacios del imaginario poético oriental. Lo que interesa, ahora, destacar, es no sólo la pretensión universalisadora de los poetas, si no el necesario y renovado enlace con los saberes poéticos milenarios. Al mundo de la alquimia, en dimensiones muy diferentes, han viajado Álvaro Mutis, Fernando Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar, Raúl Henao y Rafael Patiño, entre otros escasos frecuentadores de tan antiguo y secreto saber. Y aún a sus raíces herméticas de orden egipcio. No podemos dejar de pensar en J.L. Borges, Octavio Paz, Ramos Sucre, Olga Orozco, Enrique Molina... Quien ha llegado a fondos insospechados y puesto de nuevo los saberes orientales y sobre todo los heredados de medio oriente, en relación con occidente, en el orden de las preocupaciones modernas, de otra manera, enriquecida, es José Lezama Lima. El poeta cubano crea espacios de un absoluto irremediable, perfecto, dicho en términos poéticos. A muchos espanta y huyen despavoridos. No importa. Lo que nos incumbe enfatizar es que la frecuentación de los saberes antiguos mirados con ojos modernos, con otras configuraciones literarias y formas verbales, lo logran poetas como Henry Michaux. Este poeta belga de lengua francesa retrotrae una gama ineludible de poetas: Artaud, Mallarmé, Lautréamont, Rimbaud, Baudelaire, Nerval... Sin dejar de pensar en los románticos alemanes que fincaron buena parte de sus buscas en los saberes medievales. Y, obvio, más allá de esa frontera.
Los poetas mencionados hacen parte de esa legión de escritores que conforman una tradición que permite la pervivencia de saberes antiguos, mágicos, míticos, esotéricos, alquímicos y surrealistas. No siempre bien vistos y más bien desdeñados. En Colombia ha predominado la poesía lírica, sin dejar de pensar en las cercanías a ciertos ocultos saberes del fundador de la modernidad poética: José Asunción Silva, del malogrado Porfirio Barba Jacob o las alusiones de León de Greiff.
Difícil es buscar y encontrar una filiación directa entre poetas de esta estirpe. Los senderos de acceso siempre son muy particulares y los hallazgos no dejan de ser muy personales. Existe un espacio pleno de símbolos y signos, de imágenes y elementos que los relaciona.
La poesía de Rafael Patiño Góez nace de profundas indagaciones en saberes mimetizados, agazapados en la cultura. Y más allá: detrás de sus espejos. Su pertenencia se inscribe entre lectores selectos, iniciáticos, frecuentadores de mundos propios de la magia, el mito, de la alquimia, el esoterismo, lo barroco americano, las poéticas clásicas, las filosofías herméticas, ciertas retóricas y, claro, todo ello observado desde una mirada surreal, mirada moral que ha aprendido a viajar por los laberintos de la vida, las estancias del amor y el erotismo, los encuentros o aproximaciones con el ser y la poesía.
El mundo de la magia lo recrea desde sus inmersiones en los decisivos trabajos de Carlos Castaneda, especialmente levanta velas desde Las enseñanzas de Juan. A partir allí, las relaciones que devela la mirada poética con las formas de vida y lenguajes de la naturaleza y presencias del cosmos, adquieren para Rafael Patiño, otra dimensión que lo distancia de las tradiciones occidentales y lo acerca a los saberes milenarios americanos.
El diagrama metafórico, desde su primer libro publicado, Clavecín erótico, es fresco y siempre perenne. En la poesía escrita por Rafael las ideas navegan detrás de la insólita metáfora. Primero la metáfora, vida sustantiva de la palabra poética. Uno se encuentra con una pureza sustancial, con una manera inequívoca de ascender a la profundidad de las visiones que se le imponen, evidentemente exactas, desde los triángulos impalpables del ritmo secreto de las palabras que nombra el poema.
Una deleitosa economía verbal juega en precisas imágenes que, en muchos momentos, ponen en jaque el orden lógico del discurso poético tradicional. Se impone la lógica de la irracionalidad como un saber poético. Aquí el conocimiento por los sentidos juega un papel decisivo en la percepción y construcción de las imágenes y metáforas que se despliegan a lo largo de Opera Quinta.
Varios son los momentos que sus indagaciones frecuentan. Uno de esos momentos felices que visita con aguda insaciabilidad es el Deseo, en las florescencias eróticas que le propicia la amada. Desde el comienzo del poemario Opera Quinta de manera deliberada el narrador y la poética se confunden o funden en una sola entonación:

Vivo en la matinée de tu marea
Tejiendo ecos con el pulso en marejadas
Cuando sumo mi sueño en tu hospedaje
Canta mi juglar su tonada
Arropado entre un rubí de la noche

(Matinée en tu marea)

Y el poeta después de cantarle a la musa, Beatriz, “Mi Venus”, escribe en dos líneas su Poética, poética que va más atrás que la del latino Horacio:

Entre el bosque de seda del poema
La altura del árbol habla de una eterna edad.

(Poética)

El mundo erótico de nuestro poeta va más allá de las insulsas vanidades de los sexos y pocos, en realidad, se acercan a él con auténtica creatividad, como lo demanda su sabia y tradicional práctica, lo sabemos literaria y lúcidamente desde Sade, a quien Patiño ha traducido y sobre todo asumido. El poeta no recrea simplemente el gozo erótico, sino que revela el Homus Eróticos en su esplendor:

Ser cuerpo era un festejo,
Gajos de luz abrían heridas en el ojo ebrio,
Yo te decía ven y el cristal
Retrataba tus uñas en mi carne.
Un mástil erguido en mi cuerpo se mecía en tu centro
Y mascullábamos al amanecer nombres equívocos
Bella jeta alzada grupa fruto reverberante
Anillándose en el dedo
Axila donde insulé el olfato de fauno
Universo incendiado entre una leche de lujuria
Abyecto y delicioso empalamiento del amor.

(Ser cuerpo era un festejo)

Otro de los momentos que Rafael asume como intensamente propio, dada la terrible cotidianeidad que lo rodea en Medellín es la muerte y la guerra que allí cabrestean todo tipo de criminales. Lo singular es que el poeta Patiño las observa como realidades dadas, con metáforas de una exquisita belleza que sacuden nuestra sensibilidad ante esa espantosa e ineludible presencia:

... ...Mientras también para todos
La guerra germina con la espora del alba
Y toca a la puerta
Bañada por el agua roja
Donde abrevamos día a día nuestra luna.

(Espora del Alba)

Burla de la Parca es un poema largo, de 40 versos, ante la brevedad del verso de Rafael. Relato que da cuanta de cómo poetas y pintores, en diversos momentos, han escapado y huido, de la muerte. Las dos últimas partes llaman la atención por su original forma de consignar lo que se vive en el país, más allá de la simple denuncia y, por lo tanto, se puede escuchar los acordes melódicos que entona la parca y el espasmo que produce su canto:

Apenas ayer y entre clarines y atabales
La guerra se aposentaba en nuestros sueños
Y la muerte se entretenía en las encrucijadas
Igual que un macilento Hamelin
Tocando una melodía irresistible
Que extraviara el radiante desfile de la vida
Hacia mortales precipicios
Y arriba, arriba, en el hiato rodado de las cumbres
Entre el bosque de seda donde duerme el poema
Cuando la muerte circunspecta toca su ocarina
Comprendes que será en vano
Sentirte a salvo en el escondite del pellejo
Algo salta afuera de ti para mirarte
Mientras tu sueño se funde en un sol coagulado

(Burla de la Parca)

El poeta sabe de la realidad de un personaje que con persistencia lo habita y no puede más que darle vida para compartir con él ciertos momentos:

Ahora desayuna sombra
Y pacta augurios con el viento
Vaga entre escrituras de escalpelo
El revés que le narra su llama piel
Ardiendo va,
Embrujado entre tu noche.

(El Alquimista Embrujado)

Una de las palabras clave en el mundo de la magia es fuego, en medio del cual el hechicero invoca y evoca espíritus con los cuales dialoga y ejecuta determinadas acciones como bien lo recuerda la antropología cultural y, de forma esclarecedora, Octavio Paz en El arco y la Lira. El poeta, el brujo y el mago, con los mismos procedimientos, transfiguran la realidad. La parte tres del poemario intitulada como el libro mismo, Opera Quinta, dividido en trece, es cardinal gracias a que en ella nos encontramos con uno de los momentos singulares la poética de Rafael Patiño. Sin manierismo o cultismo que desdibuje la intención creadora nos hallamos con unos versos de nítida poética mágica:

Un clavicordio anda de puntillas por la siesta,
No obstante que de inmediato yo esté de pie
Y la noche venga a acurrucarse entre mis piernas.
Entonces digo de nuevo la palabra fuego,
Su magia vierte aliento sobre la realidad
E incluso la ocultación vira su mimetismo
Dirigiéndose a los verdes bruñidos
Donde mi piel desgarrada silba al viento
Como un estandarte hecho de llamas.

(Opera Quinta lll)

En el cuarto poema de la sección Opera Quinta tres versos son los que logran llegar a una de las más bellas y sabias definiciones del poema, escrita por Rafael Patiño. Primero el poema viviente que el poema escrito y desde la abismal experiencia de la escritura el poema es. Ese espacio de la palabra sin fondo, o la palabra como abismo implica, ineludiblemente, como ya lo indicara Baudelaire, embriaguez. Nuestro poeta concibe el espacio abismal de la palabra con verdadera y renovada alegría:

Mi mano desposa un poema viviente
Desde donde me lanzo al abismo de una palabra
Que mueve su cola mojada con el entusiasmo de un Baco
(Opera Quinta lV)

El poeta para Rafael, además de brujo y mago es un auténtico vampiro:
Cuando el paisaje de mi infancia se esparció
La madre del eco
Me sopesó entre un viento nocturno;
Como un crío feroz de la muerte
Mis dientes crecieron por entonces
Para morder lo eterno
Chupando esta amarga sangre del poema.

(Infancia del Vampiro)

El tema del celoso fue muy agasajado por algunos poetas románticos, sobre todo españoles, sin olvidar a Shakespeare, el siempre excepcional; hoy en día muy pocos lo retoman, escasamente nuestros mejores románticos, como lo son en ciertos momentos de sus obras, Pablo Neruda y Jaime Sabines. Rafael Patiño el asunto del celoso lo asume con un tono irónico, crítico y revelador que merece destacar. Inicia el poema así:

Si una manada de vuelos comanda la abubilla
El celoso frunce el cejo y estira su delirio;

Si describimos la abubilla entendemos mejor los versos citados. La abubilla es un hermoso pájaro de plumaje rojizo en la parte superior del cuerpo y desde un poco mas arriba de la mitad hacia abajo lo cubren plumas de franjas blancas y negras. La cabeza está engalanada por un gran copete de plumas. Con la imagen de la abubilla como ave viajera, elegantemente hermosa, con su roja cabeza, entre todas las que comanda observamos al celoso mirar ese vuelo al tiempo que frunce el cejo y estira su delirio.Nada más exacto que entender que el celoso se constriñe ante la imagen simbólica que lo desafía, lo que de hecho no logrará más que prolongar su persistente delirio. Continúa el poema.
Su amor nada en la quietud del alabastro
El celoso gira su rueda de hueso:
¿Qué me perderá...? —se pregunta
Acaso el centelleo del joven caucásico
Que me habita entre resuellos...;
—El mastín que ladra en la cantera del ser...¿Qué cosa anuncia sino la cabeza cercenada del amante?
El amor del celoso transcurre en la quietud que asemeja un alabastro, piedra blanca, translúcida, compacta y maleable. ¿Qué lo puede perder? Su condición de seductor. Le sucede que escuchar, inevitablemente, el potente ladrido del mastín, ese perro guardián, muy leal, grande, que habita los espacios laberínticos del ser, lo conduce como a un ciego y, así, sordamente anuncia la cabeza tirada, cercenada, del amante. Continúa el poema.
El que estruja su nocturno y escurre la miradaContra el valladar del díaNo tiene a fe del celo ni sueño ni descanso:

Diez jóvenes nadan desnudos
En las oscuras lagunas de sus ojos
Pues el celoso se entretiene en chupar su propia sangre
Mientras copulan los fantasmas
Entre la lava oscura de su suerte.

El celoso no se tolera en el día o la noche, vive sin descanso. Siempre está dudando del que llega, y tal su obsesión que todo aquel que pasa cerca de su amada es su enemigo o mejor, como lo dice bellamente el poeta: “Diez jóvenes nadan desnudos/ En las oscuras lagunas de sus ojos”. El celoso se consume, infatigable y cruel y mientras los fantasmas realizan sus amatorios festejos, él es el vampiro de su propia suerte.
Lo que con suma belleza plástica y precisas metáforas nos indica el poeta sobre la condición del celoso, el psicoanálisis de manera escueta, seca, científica, afirma que el celoso es un infiel, real o imaginario, de ahí la farsa inconsciente de sus tormentos. He aquí un buen ejemplo de dos maneras, dos caminos, de llegar a verdades fundamentales de la condición humana.
El tema que asume la palabra poética de Rafael Patiño va signado por elipsis, condensaciones de imágenes (metonimias), metáforas herméticas, visiones mágicas y surreales. El poeta sale, con toda evidencia, de los lugares comunes y desde una fogosa imaginación nos ofrece, por ejemplo, delirantes hallazgos de la posesión carnal, para inventarse, inventándola a ella, como una brújula que pierde toda dimensión posible, para arribar, desde lo insólito, a este o aquella orilla. También la desolación y la soledad lo incitan a estas exploraciones.
Como Luis de Góngora y Francisco Quevedo, Rafael Patiño desde la palabra poética crea otras palabras, establece relaciones secretas entre ellas, descubre nuevos sonidos y ritmos por medio de, entre otras técnicas, estallidos sintácticos y choques semánticos. Adjetiva ciertos sustantivos y lo contrario, como una constante en su escritura. Este procedimiento literario es inequívocamente subversivo. Es una poesía que por asumir tales recursos, exige mucho del receptor, más de lo que normalmente se propone la generalidad de los escritores. Ellos, este tipo de poetas, establecen el reto y saben que pocos, muy escasos, serán sus lectores. Ese es el precio de su apuesta.
Las necesidades de decir o desdecir o decir de nuevo los enfrentan a las realidades del lenguaje y esa relación compleja y decisiva en sus buscas, en una lúcida revelación, los conduce a llevar el lenguaje por muy diferentes cauces a los establecidos. Viajan por diversas culturas sin ninguna impunidad, sin ninguna cercanía con la conocida mesura diletante. Una sola palabra clave les basta. La urdimbre se teje y abajo queda la erudita alusión. Así deletrean sus secretas porfías. Se trata de una claridad en permanente batalla con las certezas. La profundidad será una constancia del hallazgo.
En el caso de la escritura poética de Rafael Patiño debe destacarse la insoslayable presencia de lo erótico como un acto que rebasa el deseo carnal —sin dejarlo atrás, por supuesto- y se instala en las ebrias sedas de Deseo, desde el cual es posible y necesario poner en cuestión ciertos asuntos de la cultura, como bien lo han enseñado Bataille, Klossosky y Blanchot, sin olvidar al poeta y ensayista Jorge Gaitán Durán, primer lector de Sade en América Latina, escribió Octavio Paz. Para Patiño el erotismo no se reduce el gozo dado, gracias a que sabe desde sus entrañas fisiológicas y sensibles, mirar el mundo y ponerlo en situación. Un poema en prosa da cuenta de lo que afirmamos, en tanto que es punto de partida de su visión:
Con relámpagos de pupila felina se enciende la pasión erguida como un tótem. Veo aproximarse a tu piel mis dedos ornados por arcos voltaicos.
Entonces apenas si dudo cuando eres una mujer de cabellos rubios que se aproxima y viene a susurrarme un poema cuyo cuerpo de amor quemamos sobre la bóveda celeste. Ella deja que la materia puesta al desnudo muestre sus caminos humeantes de donde se desprende un cuerpo filosófico.
La serpiente visible deja que la serpiente invisible suba hacia la testa para reparar el seso.
(Opera Quinta, Vll)

Otro poema nos coloca en relación con el universo del deseo, ahora equivoco:

Con la forma del bíceps, trono
Desde donde brama la rabia del cuerpo,
Una sombra cava el proyecto de odiarte;
Sin embargo, bisbiseos, ceceos, voces
Y también obcecaciones.
Afuera en la torre solar,
El amor se corrompe.
Lejos, el colibrí claquea su pico,
El ñu enseña a correr a su becerro
Y sustituimos nuestra soledad
Con la equivoca pinza del deseo

(Deseo Equívoco)

El placer posee su lugar exclusivo, siempre variante, no un lugar cualquiera, cada vez que nace la luz matutina. Veamos:

Fresca aún la cicatriz del cielo
La untuosa amiga del placer se desliza a mí,
Yo la doblo en la redoma de mi plexo
—Loados el lingan y el yoni
Cuando el cielo se multiplica
En la pupila ciega de nuestros sexos.

(Kama)

Citemos un poema donde juega el escritor con diversos referentes culturales que sólo un lector eficiente podrá descifrar:

He pensado que debí decir
Hermosa señora del tricornio
Como se refresca tu voz y pensé
En la dama manca de Velásquez...
Creo que he dejado que me destroces, ¡Oh zorra!
Como al muchacho espartano, y lo peor, que
Como el viejo Witoldo hayas hecho
Una coliflor de mi cerebro,
Pero he de escalpar tu piel aceituna
En mi pupilaInsidiosa cómplice del sueño.

(Versión de Señora del Tricornio)

El poeta Patiño, de manera efectiva y constante, frecuenta el universo de la alquimia como un espacio que él asume y consume, en sus eternos espirales, desde los vértices ascendentes de la poesía:

Sobre una tortuga está el ánfora del éter
Entre el ánfora del éter el aire gira
Entre el girar del aire la tierra anida
En el nido de la tierra se empolla el fuego
Con el mensaje del fuego
Sobre la tierra y entre el aire
El agua mueve la vida.

(Danza de los Elementos)

Dos ejemplos de hermetismo son Puente Doce y Palabras Sordas para un Ciego, donde el poeta maldito deja percibir, como en otros poemas, sus más profundas convicciones. La última parte del libro, Opera Quinta, es una travesía por secretos muy recónditos de su pulso poético fúrico, que los lectores eficientes deberán deletrear. En la parte final nos encontramos con auténticas alucinaciones que lo relacionan con ciertas obras de Michaux, sin olvidar los aprendizajes en Las enseñanzas de don Juan. Su personal experiencia alucinógena le permite escribir, por ejemplo:

Oigo bostezos de flor
¡Noche crustácea
Crepitando en piel de nácar!

El conocimiento por los abismos, desde la alucinación que propicia la mezcalina, es una de los más complejos en tanto que exige un reordenamiento general de los sentidos, de sus tácticas y estrategias, los cuales llegan a percibir más allá de lo que la mirada de la razón hace posible. Patiño registra en varios poemas esa forma de alto conocimiento, reservada para pocos. Recuerdo como antecedente, en Colombia, diversos poemas de Carlos Bedoya.
Un singular poema cierra el libro que podríamos señalar como el que cifra sus combates con la palabra, el encuentro con sus luces fluorescentes y las relaciones intimas que entabla, en la obra escrita, con la tradición europea y americana; sobre todo, la música que hace florecer y habita su poesía y se explaya mágicamente en su arte poética:

Madama Musiquela hacio
lada dalo tardo
Entro al-mizcla-Do Dulz-ay-no!
Carcaj-é voz-queja el Bosco
Lo-más-si-mi-ésquina
Albor-ni-zo-bar-ni-zo
Ser-vez-ah! ¡Pu-ed-oh!
(Madama Musiquela)

Apenas hemos esbozado algunos rasgos de la obra poética que hoy presentamos: Opera Quinta. Extenso será detenerse en este trabajo singular cuyos temas y sobre todo las formas que elige para contarnos sus trasgos nocturnos y diurnos, demanda. Opera Quinta es un trabajo que hará no ruido inútil, más si excitará bruscos ademanes y, esperamos, sólidas reflexiones. Sólo intentamos, por el momento, un merecido homenaje al amigo y poeta que es Rafael Patiño Góez.
Finalmente es necesario advertir que Rafael es pintor y traductor. Contamos con una bella versión de 19 poetas de expresión francesa, portuguesa e inglesa, intitulada Mascaras de poesía negra, de próxima aparición. De ella ha escrito, en el prólogo, Juan Manuel Roca: El destello en las imágenes que hay en todos los poetas, su fustigante verbo que toma del surrealismo esa especie de látigo lingüístico inaugurado por Lautréa- mont, pero que especialmente conserva el ritmo, el tamborileo, de la gran nación africana, nos pone en contacto con una gran cantera, con una gran cultura. Pocas veces, como en la “Antología Negra” del investigador Frobenius (en donde recoge narraciones eróticas y burlonas de la antigua y desarrollada cultura del Sahara y de la selva del Níger), podemos asistir a una saga y a una gesta poética como estas “Mascaras de Poesía Negra”. Sentimos en estas tradiciones el pulso, el ritmo que nos jalona el pie y nos aguza el oído, “quintaesencia del arte negro”. “Mascaras de Poesía Negra” es una invitación a bogar por los ríos de la geografía espiritual del África, por las selvas de sus lenguas sibilantes, por las colinas del sueño, bajo el negro sol de una de las más asombrosas poéticas realizadas por el hombre.
Por fin tenemos la oportunidad de leer en un sólo tomo la obra poética de Rafael Patiño Góez fraguada durante cuarenta años. Que los lectores asuman Opera Quinta y la gocen en sus más íntimos silencios, no hay otra manera.

Alcalá de Henares
1- Mayo -2006










Álvaro Miranda
La otra épica del Cid


Canto referido a Mío Cid Rodríguez, varón de pies al aire que sirvió a los marines que tienen bajo sus cascos cabello rojo de achote, y que durante los combates de Bojayá conoció los corales y la muerte que tanta presencia hizo en el altar mayor de la iglesia destruida con pipetas de gas

A mi hijo Sergio

He cultivado mi historia con regocijo y terror. Ahora siempre siento el vértigo
Charles Baudelaire

He aquí como sucederá:
Un chisporroteo en las simas escarlatas, el abismo pisoteado por los búfalos de la alegría (¡oh alegría sólo explicable por la luz!). Y el enfermo, en el mar, dirá que se detenga el barco para que lo puedan auscultar.
Saint John Perse

…la penuria de vivir pasando como una tempestad
Aimé Césaire

Flotamos a través de un bosque susurrante de barcos
con velas secas como el papel, detrás del cristal
vi hombres con la cuenca de los ojos oxidada como cañones.
Derek Walcott



PRIMERO

El mismo sol, buenos días, la misma noche -saluda el viento-.
Siganda, el Mío Cid Rodríguez, elevará su papelote
en el lujo de brisa que maltrata al cielo.
Cabellera de joven ha entrado a la luz: evanescencia de sueños en el crespón de la aurora revestida en velos.
.
El mismo sol, buenos días, la misma agonizada noche -alguien más saluda-, y temblor de sol se instala en la jornada.

Mío Cid va aquí, de juego y juventud hasta los pies vestidos, con la sal de plata en el marino amanecer, con el río de espumas hecho cantar ante sus ojos, y la iguana ahí, sobre su espalda,
y el amarillo de huevo de gallina entre su boca.

Fuera del tiempo pasan las tardes y
Mío Cid, reptil en mano, mirará su abultada panza.
En la ciudad soñante, un perico de patio persigue las hormigas:
Asechanza en agudeza del cazador de pico.

De vacío llenará su mente, Rodríguez, el Cid,
caminará sin rumbo, hoja de vahos que gira por el aire,
peligrosa rutina para un vago,
porque él, hecho de nada,
silbará junto al puerto que yace
en la marea. Pez
que arrulla el mar en el alma de una agalla.

Entre el oxidado de los barcos de guerra que han llegado
del mar norte donde otro Estado es perdición de alborada a ocaso,
una grulla duerme oyendo voces de fantasmas.
Tal es la paz de las Naciones que el Conquistador lleva como un nido sin árbol. En los puertos del mundo cada pájaro local pierde su ocio y cada coral de mar su fuego. Batalla prometida, carbón de ardor en el platanal verdeado.

Marines, con plomo en cartucheras,
pisan el día con el uniforme que Dios les dio
para que tanteen un bosque blanco.
Sólo ellos saben a qué huele Santa Bárbara cuando
la pólvora de misiles se atraganta en los gargueros de los faunos.

Rubios hombres atan sus naos a las anclas
como cordón umbilical a la madre mar.
Hombres color pelos de achote, los que apean sus botas en los jardines del edificio de la Infantería de Marina.
“Bienvenidos”, saluda la gendarmería del país criollo.
Y los soldados del Norte, en el jardín de las begonias,
miran la tempestad que enrosca su cola de serpiente
sobre el lomo de un caballo muerto.
El horizonte se pierde como una virgen triste.
¿Caerán rayos en relumbre en los cuarteles? ¿Sonarán los tambores
en la panza de los truenos? ¿Sembrará el aguacero en su melena mil gotas de argento?

Mío Cid es amigo de los guerreros del norte. Le gusta vestir el lechuguino de los infantes de marina.
Blanco y azul en sus telas, dice, catarata en los ojos de las garzas.
Buena entrada hace a sus deseos, buena entrada. Por ahora es acompañante de la muerte que desfila en camuflaje.
Estamos listos, Rodríguez, dicen los norteños.
Siganda responde con un ajá y un coco de blanca risa sale de sus dientes advierte. El piano ríe. No hay olvido en el calcio que el negro trajo en nieves del Kilimanyaro.
Singular empresa la suya, la de llevar a bares, la de buscar sirenas que cantan a un Ulises borracho, putas de crisol que emergen de la basura como el humo y el orín de un poema.

2. Mío Cid en los perfumes de los bares

Mío Cid se place como un sapo en arrebol.
Unta de carcajadas su ciudad y las puertas falsas del arcano.
Entre el perfume de coristas un mal olor hace visita.
Los Norte, con un banano en la mano,
cantan la canción del Mississippi.
De una ventana donde se escurre el viento por arrobas, Mío Cid seca su gorra de camaján, esa que ha paseado por tantas calles bañadas de luminiscencia y caca de perros.

Los focos de los portaaviones se pudren
bajo el peso de su propia eternidad.
Más allá, donde el día sentencioso pela sus horas, la fritanga del
fuego guinda en el carbón su incendio de pescado asado.
Hablan las mujeres que cocinan y al instante nalgas y senos en el sudor del verano se mezclan con el toronjil. Hombres de guerra, con las braguetas del amor que incendian el verano, se acercan al viso
acrisolado que altiva la piel de las mujeres negras.
De ellas saldrá un acto de fe que huele a pan sobre la mesa.
¿Acaso no es primavera el rubí de fuego que llevan en sus nalgas?

3. Mío Cid arregla muertos en la funeraria

Mientras el amor sucede,
Rodríguez, funerario,
arreglará el ají de los cadáveres sembrados al olvido;
tapizará ataúdes con tropiezos de luz,
enjuagará sueños contra el piso, escupirá
y dejará que una mancha de babaza traspase el infinito.
Aguas del hacer que inútilmente van y vienen
en la espalda de los días.

Es, en su rectitud, un perfil de lo invisible,
un entierra muertos, un cualquier cosa,
un empleado de segunda que lava su rostro en iglesias
con agua bendita,
un libre que gusta enjuagar su negra sombra en aguaceros,
un hombre, un pollo un gallo o una gallina, un asado de calor,
uno de esos que orinan todos los días sobre la ruta que antes hicieran los profetas.


Él es el ministro de la ropa sucia que yace en la batea,
caminante con ponchera de huevas de lisa en su cabeza,
como si el tiempo trepado en un cordel no lanzara ese swing de trompo que envejece en el silencio de los bosque, como si una raya de tiza no fuera suficiente señal para indicar lo que queda
de existencia al infinito.

Siganda nada entre vísceras como un buzo sonámbulo bajo los mantos del agua, y luego, satisfecho ante el fin de la jornada,
se asoma al totumo donde guarda un trozo de carne de hicotea muerta.

Mío Cid exalta el zafiro que batalla por brillar en los cadáveres, calcula
el ritmo de los que han entrado al infinito a columpiar el tiempo,
mitiga el palpitar de los juanetes que hacen de jabalí y zorra en la planta de los pies.

Desde su carruaje funerario Cid Rodríguez ha visto
el desembarco del cuerpo de marina, el achote en el cabello,
el nuevo viento que saluda con su grito enrollado sobre la giba de los árboles.
Cid, alto de cuerpo, es diminuto de vida.
El amarillo del mango en su pañuelo de lino
es lo único que lo hace decente.

-¡Ajá! –bosteza y mira en el cielo unos ripios de luz, añil que muestra en octubre la Cruz del Sur y la mar se sueña.

4. Mío Cid y la valoración de los huevos de iguana

Nadie espera que abra la boca y Cid diga la verdad,
ese pedazo de terror que en el mercado
se mezcla con las mulas que orinan sobre
cariadas palabrotas.

Nadie espera que muelle su nariz y diga sus sandeces,
ese mendrugo de esperanzas que en las jaulas de los pájaros
magnifica el horror de los espejos.

Cid ríe del espíritu del ágata, de la transparencia
de la calcedonia
que traen los hombres del Norte sobre sus pechos.

Mío Cid Rodríguez sabe descifrar a los marines a las mujeres en flor que habrán de amar los extraños,
las que han espantado la viruela de niños perdidos en la noche,
las que han llorado en puertas y ventanas al dar
su adiós a los amantes de piedra, las que han jugado en las playas con alcaravanes de olvidados tiempos y batallas perdidas que traen noticias de los dioses.

Mío Cid vive en el arriba de la noche, en el debajo de los días
y sabe cuando en el calvarios de las iguanas
se ha de agriar los huevos de las serpientes con el agua.

5. Mío Cid en los vientos de guerra mientras el gallinazo canta

Hay vientos de guerra allá y aquí.
El sepulturero ríe, el gallinazo canta:
más muertos estarán de gala en el anfiteatro,
más gusanera saldrá de los infiernos.
Uno de ellos, alumbrado como crisálida en una caja de cedro,
le ha dicho a Mío Cid que se vaya, que tome su suerte
como lo hacen los pájaros que aún conservan olor del madrigal
entre los piojos de sus alas.

Cid baja de los tamarindos y sube a los tanques de guerra.
Es el improvisado recluta,
el baquiano,
el espía de ocasión, el carga recados, el cocinero del olor plateado que dejan las aletas de tiburón entre los vapores de la cocina.

La sirena de la alarma chilla como
un chizapote chiflado. En el Edificio de la Marina las
uvas planas de los vidrio brillan entre los marcos que cuadriculan las adormideras. Nácar derretido en los picaportes. Alguien habla del perfume
que se ha vuelto compinche en las axilas de las secretarias.
Una flor más, una flor menos: Los uniformes marchan bajo un arco iris que se hospeda en el infinito.
¿Para qué ser hombre de camisa blanca en esta ciudad-, pregunta Mío Cid-, si allá o acá la mar y la tierra nos desvisten?

Cid nunca se pondrá las armaduras de la guerra. El verdadero sabor de la vida es otro, el que gusta a las ranas plataneras, el que dejan los charcos cuando las garzas entierran el deslumbramiento de un corozo,
el que se cuece en el amianto que las aves clarifican con soltura anal, con caída de frutas y de hojas, con selva súbita que se ordena bajo el verde.
Mío Cid otea el zigzag de nubes sobre el cielo. En el horizonte
algunos dioses derrotados por Dios sonríen desmolados.

En este mar, donde las desdichas de las tortugas
reman contra el viento,
el tiempo se vuelve araña de maíz, fosforescencia de esqueleto que resucita tras el ónice. Mío Cid alista su mirada. Los peces beben del licor que cae de los barcos o del orín que rueda de las cantinas del puerto. El ojo de Mío Cid apunta hacia la noche.

Bien saben los menesterosos que cuando
al amor se entregan en los parques,
la clarividencia de los faroles
alegra a los grillos.

El olor a guerra canta en la cueva marina de los cachalotes.
En medio de los transatlánticos
que gimen con el dolor como moribundos anclados,
Mío Cid ve a los hombres que huyen entre las bellotas de los cerdos.
Huyen de la sinrazón que muerde a los perros.
Los hombres, sí, los que cierran las puertas
Para hacer el amor en un pozo de gardenias.

6. Mío Cid algún día arponeará los sábalos.

Mío Cid ha visto a los diosecillos fornicar a la entrada de los templos,
en el vuelo de la flecha que persigue al pájaro,
en los sanitarios donde un tris de noche se prepara para
llenar los vacios del universo.

Una diosa guajira que ha revelado el bosque de su pubis, complace
a los chivos en el momento en que hienden sus pezuñas
en un campo de coles.
Ella es la misma que ha limpiado las legañas de los machos cabríos cuando se transforman en hombres, cuando arrojan sus cuernos y luego, sin esas puntas de calcio,
se pierden en el puerto donde mujeres desnudas
relampaguean con la temperatura de sus senos.

¡Qué leche maman los dioses confundidos con marineros,
qué felicidad lanzan cada vez que las prostitutas saltan con ellos
en los catres acolchados con hojas de plátano!
Alguna vez Cid alcanzará el pericarpio del mar
y arponeará entre sábalos la brisa que se viene contra los rostros que semejan estatuas de sal. Pero antes de eso confundirá la vida, la que salta de la manigua cuando los tigres abandonan los días.

7. Mío Cid alista su tarro de lombrices para la guerra

Hoy Mío Cid Rodríguez saldrá relleno de canciones.
Canciones lentas como los días de mendigos que viajan sobre monedas.
Canciones que componen los camioneros
cuando varados, en la noche, lloran con el caracol
que se hincha en el regazo del fuego.

Mío Cid saldrá de aquí y afeitará la mar con la proa de su bote.
Acompañará a la noche, a la suicida noche que se bambolea con un mal sueño. Y en esas, mientras la marea
destripa las ostras contra el arrecife,
contemplará la ciudad de alabastro y neón incendiada,
escuchará el canto de un gallo cuyo plumaje ha
de arder vivo bajo un cielo que surca un inquilinato
de ancianos que se pudren bajo el viento.

Que digan que ahí está lo libre que es jugar con un trompo de cedro
que gira como el sol en medio de la palma de la mano.

Mío Cid Rodríguez,
abatido por una estrella
que filtra de verde las paredes de bareque,
sentirá sobre su rostro
el ala de un silencio que corta el ladrido de un perro.
Banderas de guerra. Un viento rasga
la cal atrincherada entre los huesos.
Entretanto, con ese palillo que sirve para escarbar
las muelas, Mío Cid se regocijará
con el embeleco de una maldición cualquiera,
con la traída a la palma de su mano de una gota de agua cualquiera, como la que bajo las lluvias beben los bocachicos dulceros.

Mío Cid ha alistado su plateado tarro de lombrices y ha afilado su cuchillo contra las piedras que en el agua besan las olas de la ciénaga.

Preparará sus alimentos en la hipnosis que deja el hambre en las muescas del fuego. ¿Qué lumbrera arderá en su corazón cuando sienta el aletear de la gallina que cae sin cuello bajo su cuchillo de ébano barato?

Un sólo cacareo despertará la noche y el gallo,
lejano, entre los fantasmas del viento, negará tres veces
el amanecer que se revienta como una granadilla entreabierta.
Después, de entre la piel que tejen las manos de la tarde, una brisa
de espíritu morocho hará giros de ausencia donde un caimán ha
depositado parte de su vida.
Sólo los pescadores entenderán en el amanecer
que la vida es esa flor que se abre como una barracuda en medio
de los arrecifes donde nada tiene acceso, sólo el coral que juega a morir en su inocencia. No hay blasfemia en esta abstracción que hace parte de la vida de los pescadores. Los misterios de la biología, desde luego, no son siempre claros, a veces caen en lo incomprensible, en su propio laberinto, como aquella tristeza que carga el gran tucán de cuerpo transparente, ese que nadie ve porque sólo él sabe como atravesar un acantilado iluminado de rocas.
Cid estirará sus piernas como lo hace el ñame en la hierba, como lo repite el dulce de anís en el caldero donde se rebullen sus olores.
Las garzas estarán hastiadas de cangrejos, Mío Cid bostezará por ellas.

8. Mío Cid censa los gatos muertos en el mundo

Desde las hojas frescas de los siglos,
una carabela trae al Caribe las noticias del mundo.
Se sabe, desde entonces, por invento de credos extraños, que cuando un ratón se oculta en la nervadura de una hoja,
un gato de barriada ha de morir enterrado vivo bajo el sol.

Del otro lado del mundo, donde viven los hombres cabello color de achote, los gatos también levitan en muerte sin alma, sin pelo,
pero lo hacen cuando las mujeres de antiguos libros fornican con los ángeles.

Mío Cid, ante los predicadores de estas sectas, lleva el cálculo de los gatos muertos en el universo.
Hace las cuentas de su totalidad como si no hubiera nada más que hacer después de contemplar las nubes. Humedece las cifras a la orilla de la bahía, y justo ahí, cuando el pez-sapo abre sus enormes ojos, Mío Cid grita el resultado de los gatos que han dejado para siempre su existencia.

“Buen día hombre de fe" han repetido una y mil veces
los pelo color de achote. Rodríguez
cuenta los marines que sudan sal de cobre
y cuyo caminar se enfila al destino de la pérdida, ese que se mezcla entre los uniformes color diente de cangrejo.

Cid ha visto como la luz de sus ojos se parece
a la ceguera de las garzas.
“Buenos día hombre de fe" le han repetido a Mío Cid
y Mío Cid los ha saludado con su quepis de periódico,
con su pantalón guayaba biche, con su camisa de guartinaja de monte donde lleva el espejo que ha perdido su origen y donde todos los abismos que refleja, se vuelcan sobre el azogue y los helechos.

9. Mío Cid marcha al lado de los hombres de achote

La sombra que traen los marines es azul,
pegajosa como el cólera que pringa de fiebre a los macacos
y luego, entre los catres, estremece a las mujeres
que escuchan los aullidos de los buques de guerra en medio de los caracoles vacios.

Mío Cid ha marchado al lado del regimiento, con esos seres cuya piel iguala el tono de los camarones en salmuera.
Con ellos, con los pelos de ardilla,
ha hecho el saludo a la bandera bajo los árboles
de zapote donde la muerte ha paridos sombras y vacíos
que borran el último límite de la esperanza.

Cuando los sapos salgan del silvestre sueño que sopla
sus escrotos,
Cid Rodríguez entenderá que ha llegado la hora de rociar sus lombrices. No tiene otra alternativa: la liviandad del cielo y del abismo ofende todo lo existente.

En la furtiva nada está la fuerza de lo fortuito:
Agua de coco sobre la piel de los batracios,
abrigo de aluminio para las parásitos en su tarro.

Todos en el río, con su lombricera al brazo,
esquivan el rancio olor de un sábalo muerto que aún
brilla con el espíritu de un trueno que hizo
zigzag en el azul de óxido. En último golpe, el olor a la chamusquina
deja para siempre la cola resentida de la pérdida.

Los gringos eructan para que los ángeles del cielo los protejan. ¿No espantan acaso los perfumes al demonio? ¿No son acaso sus cabezas peluqueadas con totuma las que ensartan las mariposas que se marean al salir del revés del mar?

La lamprea, por ser más sencilla que los marines, es el único animal primitivo que dialoga con la palabra que puede borrar al hombre en cualquier puerto de la vida.

Una vez rueda la tarde, Siganda sabe que la culebra marina sueña con su trampa eléctrica. Sabe que es por ella que se mueven las ostras en su jardín de algas.

De tiempo en tiempo los llantos de las ballenas se revientan contra los arpones. Es por ello que en las playas olvidadas, la suerte de las tempestades mece el mar para que alguien muera en sus espumas. La realidad se postra: En las bodas que establecen las agua de sal con las ciénagas de dulce, los mamíferos peludos dan comienzo a la poesía con sus sueños.

Mío Cid oye sus gaitas y sus tambores, huele
el espray que chorrean sus nalgas paradas de extranjeros.
Mío Cid ha vuelto de orinar con ellos,
Y de nuevo ha reído cuando sus eructos cruzan las estrellas de su bandera.

Junto al río el párpado de una babilla se mueve
como el gesto de quien muera por última vez.
Ahí está la señal de la selva,
el himen de una mona perezosa
que coloca sobre un soldado acribillado
el postrero instante de su boca abierta.

La selva, la amorosa selva habrá de amar
a los hombres pelos de achote. Llegaran vestidos a ella
y las lianas, temblorosas,
harán el barrido de la contraluz entre sus pechos.

A los gusanos come vacas, a los vampiros de terciopelo lustre,
a los pequeños micos culo de musgo, a las hormigas carga hojas,
a las niguas chupa sangre, a los tapires hocicos de corneta,
a los duendes surrealistas, a las patasolas salta charcos,
a todos ellos, el conjuro de Mío Cid
se torna en un desperdicio de mensajes.
“Buen día hombre de fe", han dicho los pelos de achote
a los hombres pelo indio, a los hombres pelo cuzcuz del
ejército nacional.
Los hombres pelo indio, los hombres pelo cuzcuz del ejército nacional no han entendido ni pío lo que dicen los hombres pelo achote.
Desde sus helicópteros resuenan las hojas secas.
Hay mierda en sus molinos de viento. Macheteado
por las aspas, el viento
salpica las rocas como un vino tinto que cae al cenagal dormido.
En la iglesia, San Anacleto Morón es asesinado con un máuser.
Nadie parpadea. Una orquesta de brujas
indaga por los rotores. Nadie sabe de técnicas ignoradas por el río.
Sólo un hueso blanco
que las ve aterrizar despierta la memoria de los muertos.

10. Mío Cid no podrá llevar su bicicleta a la selva

Mío Cid sabe que su bicicleta no entra a la selva.
El bulto de las raíces no admiten la lisonja del pedaleo que se gesta entre las bielas. “En verdad, no hay comprensión entre la selva y el progreso”, susurra un viento que sube, susurra un viento que baja y en las ruedas y en cada movimiento que no avanza, el universo se congela en la hojarasca.

¿Qué cangrejo permitiría un mover de cauchos cuando el futuro de sus patas es un tiempo detenido?
Los cangrejos peregrinos de los mangles
prefieren la hediondez de un zorrillo herido
que un paisaje entretejido de hélices, que un desfile de señoras que aromatizan sus enaguas para huir del pellejo de un gavilán muerto.

Entre árboles de cacao que se hacen pasar
por flamencos, entre las manchas infinitas de los balsos,
las burras preñadas alucinan con el ronquido de las zarigüeyas.

Todos habrán de mirar el hierro carcomido de un barco en cuyo abdomen el plancton copula con orgasmos diminutos que simulan
soles perdidos en el cielo. Todos verán el adiós que lanzan las ropas a secar en los patios, sobre las piedras y los lirios que se hunden en la mar cuajada de atunes cimarrones que aún tienen, en el azul transoceánico de sus dorsos, una muerte inconclusa. Cid, mientras viaja sobre los misterios del mundo, conoce de las corolas flotantes que cargan los pólipos de mares, aprende del motor de las voladoras, del camuflaje de la selva que imita a los soldados.

Aterrorizado por el fuego rasante, aprende de la vaca que se quedan atrás de la velocidad, como una mancha de ausencia; de los mugidos que derrotan un orfeón de mosquitos o de los cónclaves de dípteros que luchan contra las moscas de talle peludo.

Asimila de los vientos que trenzan la supuración de los muertos,
de la luz ambulatoria que cae como ave carroñera sobre los recuerdos, de las garzas sin estirpe
que abrazan las mutilaciones que deja el día entre las sombras.

El timonel de la voladora de los hombres pelo color de achote
no entiende de los badajos verdes que crecen en los platanales,
de los negros que gruñen en sus canoas cuando el Acpm
deshace los ángeles que se quedan sin plumas.

Pelo color de achote hace sonar la música.
Es Bob Dylan señores el que truena. Cráneo en el cielo tonsurado el que deja oír su voz. Serenata repartida en notas sobre una lagartija plateada. ¡Escalofriante su huida! Verla en el envés de la deslumbramiento sobre la tierra, su modo de desbrazarse sobre el monte, sobre las jorobas de las dunas, en la tirada sobre mares, de aquí a allá, en la selva usada por este reptil, en la luz solidificada por los visos de manteca que han quedado de un chicharrón derretido al fuego bajo la luna.

Dylan en su ensueño. Y las mujeres, lavan que lavan, escurren en los trapos música de aguas. Senos que cantan. Un descensor que descienden y una nota de halagüeño marfil hace hilos de ritmo, ahora abertura total que apuntala al oído una desproporción de sonidos. Agua del canto que lava la cántaro del sueño.

Las lavanderas no oyen a Dylan. Su reino nada en otras aguas, no en el lejano norte. En su ánfora de barro donde se hace reina la libélula, hay un puñado de alas que baten otros aires. Catedral de palabras que se ha construido con rumores.

11. Mío Cid descubre el color a ahuyama que tiene el Caribe

Del ronquido de los motores
que desabrocha mariposas,
salta una boñiga a los potreros.
El Caribe tiene color de ahuyama.
Sobre su pátina, un cíclope de mar contempla el mundo desde los ojos de los peces.

Varias veces Mío Cid ha bebido en el sueño lo fugaz. Hamaca bajo árboles y su ronquido se hace borbollón de huida que se eterniza entre las garzas. En alguna parte de la tierra el alumbre se disuelve por olvido en la maleza. Negligencia de lo desenfrenado que desaparece al instante sin comprender la vida. Hay un canto ahí, sudoroso canto que se desvanece como sudor en el rocío de un cuerpo que se entrega al desaliento.

Después viene lo eterno en el mal paraje. El mundo se despierta en el ojo abierto. Mío Cid ve un rosario de llantas que ruedan quietas guindadas a las cercas. Good Year como aureolas de Vulcano.

Coronas de caucho de un rey en los troncos quemados de las rancherías.

Después viene la radio que se escucha: una cumbia se tuesta musicalmente bajo el sol. Una nota negra se acoquina entre los arenales con los cactus. Música y allá la salpicadura: una palabra desatada del silencio salta de la boca. El que canta deja la nota en el alfeizar y la palabra repetida con el ritmo se ahoga entre el polvo del camino.

Mío Cid ha piropeado a las mujeres de la calle.
Una brisa húmeda restriega sus vaginas. Por ellas la raza en sus labios y la primavera en el vuelo del cóndor.

¿Quién va? Preguntan los marineros. Son las que llevan la ternura del ser en las caderas. ¿No es el fuego ahí, el que produce el primer incendio en el pez? No, responden. Las mujeres muestran sus senos. Pez rápido en las aguas que traspira el mar, agregan, es sólo el burbujeo en los bordes del robalo como un jugo de corozo en la voz del poema. Y después la danza en sus caderas: siete velos que encantan la serpiente que llega desnuda a una frase endecasílaba. En el punto móvil está la seducción danzada, el baile que mantiene desnudo al cuerpo y luego gime.

Mío Cid dice adiós a las mujeres de la calle.
Adiós, Adiós. No hay estación para los viajeros al paso en esos
lechos donde el cobre hace el marco y la estampita de la virgen del
Carmen ilumina triste los placeres. Suena el claxon. En las calles sin
alabastro, Baco borracho duerme con el culo al aire.

¿A dónde irán los marines, los cabezas pelo de indio, los cabezas pelo cuzcuz? ¿A dónde? A donde la pasión se viste de tafetán y los cuerpos desnudos al crepúsculo esperan que el rey les bese el entrecejo.

Siganda espera ir allá, a la casa de la brisa de las pelirrojas. El aroma de putas se incendia en las paredes. La casa, sí, donde crece el rumor del beso venido de la luna más antigua, esa que es amarilla sobre el patio de la rumba.

Siganda esperará la voz del chofer que diga aquí es. Piedra en el olvido de la calle, silencio en las salamandras que oyen gritar los que se aman. El cuerno suena y se despiertan las entrañas de un guijarro. “Ave María” rezan las beatas trasnochadas y en el cocotal un rayo se diluye entre la irradiación de un astro que prosigue en movimiento.

Entre los autos que ruedan hacia el bar los marineros
Comparte la misericordia del Creador.
Espesos recuerdos de quienes al reír se hunden como un ocaso bajo el cielo.

Mío Cid entrará con todos los soldados
Al Nigth Club Pecadito Divino. La luz eléctrica
hace sudar a los señores del merengue.
El humo escupe contra los ojos la tos
de viejos dioses que murieron de peste bajo la hoja de un tabaco.
Las féminas tienen el derecho de Apolo de usar la primavera en lo más peludo del sobaco. Bajo el ruido musical que les calienta el pelambre de su oculto ensueño, las grullas las recuerdan en su visión eterna. Petrificados en ellas el instante en que hicieron el amor sobre poltronas de felpa. “Ah –memorizan las grullas con sus picos ensangrentados- saltan con sus harapos frondosos, con sus flores de plástico, con sus pechos al aire, con los prodigios de las que saben lavar en la aurora la pelagra de los últimos inquilinos amorosos”.

Danza la noche bajo el lujo de la resurrección de los cuerpos. El malecón sin flores recibe la melodía y el desgaste de los pescuezos de ónix que han girado como un sol sobre el desierto níveo. Sobre las mesas, vasos vacíos se llenan con el ruido que las rocolas
lanzan a los peces que en el mar aben nadar con el delirio a cuestas.
¡Ay! Grita alguien: En la calle un cordero degollado y un cuchillo olvidado sangra bajo el improcedente pánico de una estrella.

La ciudad ronca ¿Temerán las aves diurnas la inconsciencia de la noche? Alguien ve huir los goleros bajo el incienso que expiden las iglesias moribundas. Ala a ala se ponen prestos a remover las tripas de sus víctimas. Chillan por el banquete platónico que ansían en el basurero cercano. Como fuego penetrando el marfil, sus picos esculpirán nombres apócrifos en cada carroña devorada que se siente novia enamorada de un cadáver de vaca, de burro o lagartija de plateada esperanza.

¿Quién comprenderá en Nigth ClubPecadito Divino el paso de los días, aquel que deposita lentamente, sobre la ancianidad de las mujeres, la más despiadada viudez?

¿Quién podrá sobre los camastros de amor, sobre los oratorios ocultos, los santos que fueron bendecidos con grasas y líquenes por meretrices y brujos de opulenta miseria?

Los hombres arrullarán dulcineas entre las hojas secas que cantan. Es entonces, cuando el porro transistorizado bajará de un jumento que chilla en el fuego. Olores de marihuana correrán bajo la fronda de la bruma. ¿Qué monólogos salen de las cavernas del corazón a hablar con los fantasmas que cannabis sativa ha traído de la transparencia absoluta que nada en el barro?

Del gemido que sale del verde parpadeo, el humo aromatiza la tierra. Los fumadores hacen templos y en la primera voluta, la que ha de vivir el gran animal de las profundidades, se saciará con la sangre que distiende las tinieblas. Arbóreas pesadillas mugen con el hongo de los potreros.

A primera hora, el acto de embolsillar la noche en el pantalón hace que el primer rostro de beatitud aparezca en los borrachos. De inmediato la palidez y los beneficios del agua de los lavabos permitirán que los ojos giren en sus cuencas como piedras mudas.

Siganda arrastrará a los marines al baile. Atará a cada uno de ellos una mujer y les enseñará un paso y luego otro, pero, ¿qué orangután puede poner la rosa de los vientos en el justo lugar donde el equilibrio hace sus justezas, si en el retumbar de los cañonazos pide a los pájaros oceánicos que suspendan la armonía del vuelo?

A la hora tercia los sobrevivientes de la rumba suspenderán la danza. Verán llegar al puerto una recua de faunos, los semidioses de los campos y las selvas, estibadores con olor a quilla que serán señalados con el dedo de la muerte.

Hay presagios para los trabajadores que llegan: Alguien dice que serán ellos los muertos de la guerra. Sobre una piedra de sepultura un pez denudo oxidará luz colgado del cogote. Los profetas han llegado a interpretar estos signos y aquellos otros donde le poema hace el trance de ser un ladrón ahogado entre muñones de cerdos y la libertad absoluta del verbo.

Mío Cid recordará esa noche el robo de su bicicleta, las siniestras chanzas de Charly cabeza de potro, el apretón de las manazas de Marlon, el hombre olor a manteca que hace brillar su diente de oro en el pescado frito, el que sabe ofrecer sancocho de coroncoro con guisos de cebolla, el que vende pasteles de gallina y cerdo entre los lirios de agosto, el del suero atolla buey que ilumina con ágatas robadas las aguas que fluyen a los resumideros, el que vacía guarapo y cerveza en la fría boca de una serpiente hermafrodita, el que las putas prefieren porque que limpia su prepucio con un algodón que luego deja como holocausto sobre un fogón ardiente.

Vaya noche. La música como un seño de oasis. Dos cuerpos que restriegan sus pechos, las butifarras, el patacón de plátano con queso, las postas de lebranche, el fuego que se espernanca sobre la estufa, la real presencia de un zombi que persigue los desperdicios que deja en su gordura su mujer amada.

Está borracho, Mío Cid está borracho en el mesón donde el ángel habrá de iluminar por él. Capuchón de la noche el que cubre su cuerpo con melaza de caña. En el pico de la botella de los pelos de achote, un rebaño de putas apacienta el amor. Cerca del ruido de las ruedas de los vagones un gato maúlla desde siglos. Hay pétalos de rosa en los abalorios que Santa Isabel de Hungría difumina en la espadaña de la catedral. Un antílope huye entre los cafetales: el pecado se viste de alegría.

Mío Cid habla con una mujerzuela dotada de santidad.
Mientras la muchacha sangra con una luz sin nombre en una jícara de peltre que le recuerda dilatadas cópulas, Siganda maldice un pájaro enfermo que vuela en mitad del cielo relampagueado.

12. Mío Cid hace un paseo por la ciénaga y el muelle donde a veces caminan los escaramujos

Junto a la memoria tribal del palenque,
muere un hombre de existencia sojuzgada.

Todo en él se pierde como ripio de miel en la vida cotidiana.
Alguna vez cantó
en el olor de un campo quemado, en el ardor
que resarció, por instantes, la palabra merecedora de amor que hubo de fundirse al olvido en la candela del hogar.
¿Cuál fue su rosa? ¿Cuál la que habrá de sacudirse en el viento por un carmín propio?

Cid Rodríguez presiente llegada de la guerra.
Una sirena sin escamas besa su espalda.
La mujer ha paleado la presencia de un extraño que se hace llamar inventor de la noche, y ha colocado en la vitrola
el grito de un vampiro que jadea a través de los pelos de sus fosas nasales.

Es justo un paseo para conocer las sombras y los árboles del bosque. La ciénaga aparece, y puertas del mundo se abren. ¡Qué nombre tienen las hojas que alfombran de hojas la tentación que orbita bajo el resuello de los árboles! Los cangrejos pisan fuerte el gotear que la lluvia deja sobre la arena. No se sabe de los hechizos que la ciénaga está labra a ramalazos con la brisa. Sólo los bocachicos brotan gustosos en el agua. Un papagayo que ojea la mansedumbre de Dios, no se deja espanta sin que antes brinquen de sus alas esos piojos que traicionan la alegría de su tricolor abatido. No se sabe si son los coleópteros los que vuelan en dirección a los apetitos de las aves, o el cuerpo de los sonidos el que machuca la vastedad del silencio. Las mujeres pilan el arroz entre las hierbas aromáticas, entre esas postas de migaja en escarcha que usan en las calenturas de los animales domésticos. Nadie lo adivina, pero el viento trae una muestra de corozo.
-No sé- dice Siganda-, de qué bosque la secreción de un burro herido deja su huella.
-Esas costas- murmuran los demás-, las que abrazan capas de insectos en enloquecidos casamientos, son del infinito de adentro.

Un machete ha devorado retoños de luz. Hasta ellos llega el caimán con su jeta abierta que puede romper el cuerpo de una danta que huye de una pesadilla inmaculada.

A lo lejos, como en una película perdida en una valla de cine,
arde un buque con bultos de aleta de tiburón.

El cura Ángel, en llamarada santa, bendice los barcos de guerra.
El tiempo está justo bajo sus pies de mensajero del cielo.
Los ladrones, al contrario, reparten el cuerpo del delito
entre el acantilado. El vencido es el esturión que había visto como un hombre se trenzaba de dolor en la malaria.

¡La guerra, dónde está la guerra!
Llegarán pronto los descuartizados para que más
escaramujos pisen los cavidades donde una zorra incuba el huevo que le ha robado una paloma muerta.
Los borrachos y los marines ahí, a la espera de la guerra.
En batón de un ciego en cuya mano cóncava florecen los
gusarapos, hay mezcolanza de arreboles, sí, una puerta de tinta indeleble que señala el destino de los hombres de visión.

13. Mío Cid le da vivas al contrabando

Mío Cid quería ser contrabandista,
botar al agua botellas de vino rojo
para que se ensangrentara el río,
gritar tras el paso verde de las guacamayas perdidas,
tocar una flauta de millo frente a las yeguas en celo,
lustrar el pedernal de un rifle entre las perfumadas mercancías que venían de un mar sin nombre, donde el mundo era elíptico y milenario.
Ser un contrabandista con coronas de tabaco
escupidas por su boca.
Traficante de electrodomésticos,
computadoras y repuestos de automóviles.

Ser la luz que divide el día de la noche,
el jinete que arrastra el oscilar del monte hasta las murallas salitrosas,
el hombre capaz de mantener tres mujeres al tiempo
y atrapar un colibrí entre la yedra para que cante en la ceniza.
Pero Cid Rodríguez duerme: la noche se ha abierto como una rosa negra y desde sus pétalos un tigre ruge.
Es plena como un capullo de cuya corola salta la oscura llama.

Bajo petrificados árboles los perros de una petrolera
caen decapitados con un cuchillo en el que cohabita la sombra y el óxido.

14. Mío Cid habita el amanecer

Amanece de acuerdo al paso de los burros.
Sobre la rueda de la aurora llegan los sacos de anís al mercado.
La lozanía de la sal del mar anuncia curar las heridas.
Con los heridos de la guerra,
los perros en las calles serán los reyes de las garrapatas de sangre.
Ningún perro es noble en la ciudad amanecida. Han sido expulsados de la Biblia junto con los hechiceros
y las brujas que usan camisón blanco los sábados.
Mío Cid sabe del principio y del fin de todos los tiempos porque va a misa.
En sus naves de arco romano la poesía flota como en el mar.
Es tan sólo el olor a incienso el que llega al
manicomio donde un loco reza a un laberinto de estatuas.
El loco levita y las locas hacen el amor con los enfermeros. ¡Atención! dice el loco, usen condones de hule de marca El Divino.

15. Mío Cid visita el manicomio de su pueblo

Hay llamas
que retornan a las velas apagadas.
Pasiones que incendian la escalera.

En el manicomio a diario es reinventado el amor. Sin embargo, los soldados sólo hablan de lo gaseoso con el carnicero del sanatorio.
-Ayer fue aquello, hoy es una mancha -dicen - carne de res en medio de un hueso donde el agua atrae golondrinas y tijeretas que pescan peces pétreos.

Junto al loquero
los hijos tuertos de los locos se asoman al mar y sólo ven la mitad del universo. Cuando llegue la guerra, los locos sin dientes morderán el viento.

En el país, hecho manicomio, la basura la negocian los príncipes.
Los acolitan los que hacen leyes. Viajera la riqueza entra a sus palacios. El rey abraza a sus príncipes y la reina se orina de emoción.

16. Mío Cid entre los submarinos y las mujeres que cantan

Mío Cid devora huevos de tortuga.
Bueno es saberlo mientras el cielo no soporta el olor del mapurito.
Sobre ese animal pone sus patas el día. De la cola esponjada que almizcló ayer la camisa guayabera del rabino, una magnolia pintada surge del centro de la suciedad.

En el azul del fondo, los submarinos besan un basurero de latas. El sonar detecta en la oscuridad a los ladrones del viento. Sumergidos como cuervos blancos en la noche,
sólo encuentran una lamprea
que pone luz
en su cripta de horror.
Son ellos, los espías de la profundidad. Algas y aullidos se revuelcan en el cordón umbilical de la ballena madre.
.
En las piraguas, lejos de los submarinos, mujeres de negro tararean:
“La palabra que viene
es la palabra que fue,
la del principio del tiempo,
la que al final no atajé.

17. Mío Cid recuerda en el hospital los caballos de piel azufrada


¿Quién trae las intimidades del abismo y de la guerra para ofrecerlas en el mercado? ¿Quién refriega sobre los televisores, sobre el viento y el mar de leva las palabras que suben, las palabras que bajan a los oídos de la antigua tristeza? Las palabras se contonean sobre marcha de los enfermos, las palabras en oleadas salen de boca de las damas grises que untan yodo a los heridos.
Y la lanza y las armas por el suelo y el guerrero en la camilla y las picas y los escudos sobre el cuerpo de las vírgenes lloronas, sobre el suburbio y el pavimento donde el brazo viril se halla solo, victorioso sin pus, sin cuerpo, con el alcanfor que veneran las damas de la Cruz roja.
Mío Cid, antes de la guerra,
acorralaba para las batallas caballos de piel azufrada y reses púrpuras que el carnicero hacía colgar sobre las puertas de su negocio, sobre los ganchos de acero donde lucían las cuencas de los terneros que habían soñado con vacas que parían de rodillas.

18. Mío Cid contempla las hormigas que trillan el sendero


En la floresta de sargazos el buque ballena arrastra
los azahares al vértigo.
Estalla en el Caribe la discreción del agua. Los arenales, movidos por el peso de la nave, balancean
un inodoro que se han tragado las olas.

Lejos, muy lejos,
las hormigas trillan un sendero de oficio.
Hay gusto en el oso hormiguero que las persigue bajo el sol.
Hay elegancia en las mujeres del amor que adornan sus cuellos con gárgolas de oro que han tomadas prestadas de los gallinazos.