martes, 21 de julio de 2009

Yuria 54



LA OBRA POETICA DE MI AMIGO OSCAR WONG
Óscar Wong, un poeta merecedor del Premio Chiapas
Armando Cortés

Muy Estimad@s Amig@s, en la sección de Nuestra Gente, la Fundación Colosio, AC, Filial Chiapas le rinde un sencillo homenaje a la generosidad creativa del bardo sino-mexicano Oscar Wong, un esplendido poeta al que conocí por nuestro mutuo amigo Sami David, Jaime Cortés Garcia Granados y otros amigos que en la ciudad de México y en Chiapas compartimos amistad, valores, retos, infortunios, triunfos; un hombre extraordinariamente creador que ha llevado su nombre y el de nuestro estado a lejanos confines, al conocimiento y admiración de las personalidades de la cultura latinoamericana, de otros países y regiones del mundo; un ser extraordinario que hace años merecería haber sido reconocido como Premio Chiapas (en poesía, arte o literatura, dada la laxitud con que los otorgan) mas la mezquindad de las capillas y la mediocridad de quienes incultamente han manejado la cultura (salvo excepciones como la de mi amigo Mario Ubence, la del poeta Oscar Oliva que lúcido y todo se rodeo de su camarilla, o del maestro Palacios, al que no lo dejaron trabajar ni menos decidir), ha impedido que se le dé este reconocimiento que en otras entidades ha obtenido e incluso, fue laureado por el gobierno federal en Bellas Artes en la ciudad de México por sus primeros 30 años de poeta. No obstante, las cegueras, envidias, inculturas y camarillas excluyentes, la obra de mi amigo Oscar Wong es vasta, profunda, cachonda, perturbadora, mística y a la vez irreverente, lo mismo en prosa que en la intensidad, cadencia, sensualidad, realismo y sacralidad de sus imágenes, signos y emblemas bardicos de su poesía; Oscar es de los mejores puentes que los hombres tenemos con la divinidad, admirador del poeta más universal de Chiapas que es Jaime Sabines, sobre todo, es un extraordinario ser humano, un padre amoroso, y aunque enviudó en 1986 fue un esposo responsable, un perseguidor de musas, brujas y arcoíris, un infatigable escultor de la palabra aderezada por la emoción, el ritmo y la profundidad de vida; un ser sencillo cuya grandeza interior y de poeta le es reconocida en muchas partes del país y del mundo y que los chiapanecos debemos conocer (su obra) como el mejor Premio Chiapas que está pendiente de recibir y espero que mi amigo Juan Sabines Guerrero que ha sabido reconocer el talento de un Carlos Monsivais, defender los derechos humanos de los centroamericanos, tenga el honor de honrar a nuestro amigo el poeta Oscar Wong, uno de los conocedores y difusores más grandes de la poesía de nuestro Jaime Sabines por todo el mundo. En virtud de todo ello, presentaremos pinceladas de su pintura poética y algo de su prosa, invitándolos a conseguir sus libros, leerlos y difundir su poesía, que el mejor reconocimiento que tiene una poeta, cuando el pueblo hace suya su poesía, la canta y la dice para enamorar, combatir los demonios o perseguir sus musas.

¿Quién es y qué ha hecho?

Óscar Wong (Tonalá, Chiapas, agosto 26 de 1948) es poeta, narrador y ensayista. Becario del INBA-FONAPAS en crítica literaria (1978-1979) y del Centro Mexicano de Escritores en ensayo (1985-1986).
Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1988 con el libro Enardecida luz (UNAM, Colec. El Ala del Tigre, Méx., 1992) y el Certamen Literario Rosario Castellanos en Cuento 1989 con el volumen La edad de las mariposas (Talleres Gráficos de la Nación, Méx., 1990).
Es autor de Hacia lo eterno mínimo. Otra lectura de "Muerte sin fin" (Sría. de Cultura de Puebla, 1995), A pesar de los escombros (FNCA/Nautilium, Méx., 1995), Espejo a la deriva (Edit. Praxis, Méx., 1996), La pugna sagrada. Comunicación y poesía (Edic. Coyoacán, Méx., 1997, 1ª. reimp., 2004), Chiapas. Nueva fiesta de pájaros (Edit. Praxis, Méx., 1998), Cantares del Escriba (Cuadernos de Malinalco, Toluca, Edoméx., 1999), Chiapas. Dimensión social de la narrativa (Edaméx., Méx., 1999), Espuma negra (poemas, UAEM/Edit. La Tinta de Alcatraz, Toluca, Edoméx., 2000), Piedra que germina (Instituto Sonorense de Cultura, Hermosillo, Son., 2001) y El secreto del verso (Linajes Edit., Edoméx., 2001). Recientemente publicó el poemario Rubor de la ceniza (Edit. Praxis, Colec. Dánae, Méx., 2002), Fulgor de la desdicha (Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, Edoméx., 2002) y Razones de la voz (CNCA, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2002).
Ha colaborado en diversos medios de comunicación social. Radica en la ciudad de México.

30 AÑOS DE NOMBRAR AL MUNDO
Óscar Wong

“El poeta es un solitario inadaptado, lobo hambriento que odia al rebaño, y si hace estragos en el redil no es por hambre, sino porque el lobo ama la libertad, y la soledad le pesa como castigo. Entonces aúlla, espanta y extiende el terror para recordarle al rebaño que existe, que la tierra gira y la vida pasa, que es peligroso dormir sin soñar, y que ahí está él como un centinela de la noche para desatar el terror y limpiar los pecados del mundo con la sangre del Cordero”.
Las palabras de Gonzalo Arango aún resuenan en mi conciencia como una turbulencia reveladora, acosándome, revitalizándome, incitándome desde que decidí adentrarme en este denso territorio de palabras, trazando signos, descifrándolos, nombrando una y otra vez al mundo. De cuando en cuando abandono el Wongnasterio para hostigar al rebaño timorato, para recordarle que “las máscaras podridas/ que dividen al hombre de los hombres,/ al hombre de sí mismo” son ficticias, pero que ellos las construyen para llenar el vacío que los acoge, que los sobrecoge, aunque esa sea su naturaleza.
En verdad que me siento agradecido con la vida por mi linaje, por mis orígenes dinásticos, sobre todo porque tuve un padre que veía al mundo no con la óptica burda y hasta grosera del occidental, sino con la milenaria sabiduría de los ancestros chinos, con la constancia y disciplina que forjan universos y descubren la infinita multiplicidad de las diez mil cosas que integran al Cosmos:
Mi padre fue un incrédulo rey mago que llegó a nuestro sur siguiendo la otra cara de su estrella.
Vino de mar en mar,
desde una isla donde se entrecruzan terremotos, dinastías y vientos,
y fundó unas colonias de secretas nostalgias y traicionera sal
que absorbieron un día y otro día las ávidas arenas.
Los versos de la argentina Olga Orozco son exactos para cantar esta insólita raigambre de la que provengo y que desde luego ha marcado mi expresión lírica. Pero también debo decir que tengo una madre chiapaneca quien a pesar de su estatura material, y más ahora disminuidas por la fragilidad de la vejez, supo enseñarme a visualizar que lo más diminuto e imperceptible contiene más relevancia que la ordinaria desmesura. Después supe que esa sensible visión maternal era la misma que está presente en Whitman cuando canta el misterio de la existencia que persiste en una hoja de hierba. O en Sabines, cuando invoca al Amor como el silencio más fino. Comprendí que los poetas descubren la fugaz permanencia de lo eterno, la profundidad fugitiva de lo sacro, los múltiples aspectos de la kratofanía. La piedra sagrada está ahí, develándonos el Nombre, su Nombre:
Aun la palabra roca no viene de las rocas.
La palabra es más densa que la roca,
resquebraja la roca,
es el cardillo armado, que sabe de su imagen,
el agua enternecida con lo que refleja.

Eduardo Lizalde lo ha dicho muy bien y por eso lo cito. En estos 30 años he sabido y a veces he padecido a la perfección de los accidentes de la substancia aristotélica, aunque el infaltable Quevedo lo exterioriza de manera más convincente: No sentí resbalar, mudos, los años. Treinta años adentrándome en el laberinto existencial, reencontrándome a veces con mis inicios, entrelazándome a punto de la asfixia. Del oroburus al caduceo he descubierto que la Poesía es terriblemente celosa, melosa: amarga como la miel del libro que degustó Juan de Pathmos a instancias del Ángel. Y esta Revelación me perturba, me empequeñece, me hace enmudecer. El Vibrante Haz Luminoso que desciende durante la Eucaristía me obliga a arrodillarme. Y me sé un simple ser humano atento a la resonancia del Cosmos, tratando de balbucear algunas palabras. Estas palabras.
El lenguaje prosaico -lo sabemos- con toda su carga lógica, conceptual, se opone al lenguaje poético, que se devela por el ritmo, las imágenes y la multiplicidad de significados simultáneos. Pero también es primordial su dimensión mágica, mítica, sagrada. Robert Graves me susurra la famosa tríada irlandesa del siglo XI, o XII:
Es mortal mofarse de un poeta,
amar a un poeta,
ser un poeta.

(Palabras de Óscar Wong expresadas durante el evento conmemorativo de sus 30 años como poeta, realizado en la sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes el miércoles 10 de noviembre de 2004 en la Ciudad de México, D. F.)



RAMÓN LÓPEZ VELARDE
LA CONCIENCIA SACRÍLEGA
Óscar Wong


Si la escritura es una vía de conocimiento y representa una concepción de vida, puesto que nombrar significa completar un espacio, ordenar lo informe, Ramón López Velarde ejerce una acción constante sobre el mundo al volcar su expresión sensible en ese espacio privilegiado de la voz. Sonoridad, brillantez y contundencia en las imágenes, adjetivos insólitos y marcado equilibrio entre la emoción y el ejercicio de la inteligencia caracterizan a su obra lírica. Desde sus primeros poemas, el poeta de Jerez, Zacatecas, buscó el desplazamiento de la métrica y la rima apoyándose en la acentuación y en el alargamiento del verso, en los encabalgamientos y en otros recursos que posteriormente determinarían su particular estilo. Sensualmente sacro, eróticamente profano, López Velarde[1] buscó dar cauce a su propuesta estética a través de un esquema sonoro de primer orden.

Atmósferas taciturnas, versos pareados sobre todo, sirven de apoyo para integrar esa expresión particular que lo distingue. Por supuesto que poesía y vida se vinculan para manifestar los signos que traducen a la realidad. Se ha dicho que el poeta, hacedor de signos, no es un simple emisor de elevadas notas líricas, sino que también es un narrador de historias donde se desplazan las voces de la humanidad, las “diez mil cosas” de que hablan los chinos para referirse al mundo circundante. Por eso las palabras cotidianas se trastocan y se vuelven inusuales. Tal el sentido de los adjetivos utilizados por el autor que me ocupa.

Pero, ¿qué hay detrás del verso lopervelardiano? No el sometimiento a la métrica y a la rima, puesto que desde sus inicios procuró dilatar el ritmo utilizando alejandrinos, versos pareados, adjetivos inusitados, voces esdrújulas, para significar una dimensión única, estética, donde el orden sonoro de la imagen alcance el ámbito de la Revelación. Cierto: las palabras son símbolos, recuerdos compartidos. Pero en terrenos de lo poético, la acertada combinación de sílabas largas y breves, los silencios, la asonancia así como la aliteración, van más allá de la simple magnitud, y condición, significativa.
Hay, ciertamente, una ampliación del horizonte sonoro-semántico, una necesidad de convocar emociones y percepciones, experiencia y conocimiento. Más allá del primer nivel literal, significativo, las palabras abren su expresividad a otras esferas más plenas, independientemente del sentido original, histórico, psicológico, simbólico, perceptivo, etc. El auténtico poeta, según Robert Louis Stevenson, convierte las palabras en algo mágico, las vuelve útiles más allá de su finalidad y uso, puesto que la poesía devuelve al lenguaje a su fuente primigenia[2]. Por eso la peculiar manera de adjetivar en López Velarde, que va más allá del aspecto sensorial de las cosas, busca de manera consciente la perceptibilidad, el significado sensible de las palabras. Y es que, como sugiere Francis Ponge en El silencio de las cosas[3], la palabra adquiere un sentido oracular, representa además un enigma que debe ser develado.

Sonido, representación gráfica y significado constituyen un vínculo único, ciertamente, modificado por la percepción emotiva. La palabra no designa simplemente al objeto, sino que previamente se llega al concepto o idea. Y aquí no hablo sólo de la representación gráfica o escritural. La resonancia sonora, la manera de expresar las cosas, modifica el significativamente el sentido. Borges es muy claro al respecto: “la perfección en poesía no parece extraña: parece inevitable”[4]. El poeta entabla esta relación acaso lúdica. Sonoridad, resonancia equilibrada con los necesarios silencios, que de alguna manera también representan imágenes sonoras. Lo que Ezra Pound determina como logopea es de capital importancia para entender el fenómeno poético[5]. Antiguamente le denominaban estilo, aunque desde mi particular concepción involucra la malicia, la necesaria experiencia, la sabia intencionalidad para combinar las herramientas que conforman el entramado del verso. López Velarde consigue vincular la combinación silábica con los acentos esdrújulos; los silencios con los encabalgamientos; las aliteraciones y reiteraciones con los versos pareados.


Temáticamente hablando busca expresar sus peculiares atmósferas ocres, taciturnas –la “íntima tristeza reaccionaria”- con el sentido sacro del mundo, sobre todo cuando pretende reflejar el amor. Un equilibrio espléndido entre contenido y expresión, a pesar de su singular tono y que a la vista de una rápida lectura puede inquietar. No el texto que viste a niveles de retórica, sino la profunda intención de conseguir otras vertientes estéticas, otras sonoridades. Más que forma, investidura, aunque Xavier Villaurrutia califica a esta cualidad lopezvelardeana como “poesía poliédrica, irregular y compleja”[6]. Sin embargo, la acentuación esdrújula, la combinación silábica predeterminada, así como la isorrima aconsonantada (similar a los versos pareados), son fundamentales para provocar esa contundente atmósfera sonora característica en el poeta de Jerez:

Yo tuve en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.

(No me condenes...)

Es decir, si el metro representa el orden sonoro de la imagen e introduce en el espacio de la voz, unidades temporales cuantificadas, donde se combinan la cadencia y el sonido, el espacio y el tiempo poéticos, entonces el poeta trasciende al lenguaje por medio del ritmo. López Velarde da una clara muestra de ello. Así, una imagen suscita a otra, puesto que la función predominante del ritmo distingue a la composición poética de las otras formas literarias. El poema, advierte Octavio Paz en El arco y la lira, es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el ritmo y en la acentuación equilibrada, correcta. En la eufonía de este poeta zacatecano se advierte la ejecución y la estructura. Hay un rasgo pertinente distintivo en López Velarde: por su misma naturaleza fónica, atributos que se encuentran en los sonidos (la carga esdrújula, por ejemplo, o los pares mínimos de versos) y que conforman esa atmósfera de sonoridad cuasi abstracta en el plano del contenido. Al igual que el metro, las imágenes son estructuras fundamentales de un poema, puesto que integran el estrato sintáctico o estilístico y determinan el significado. López Velarde se apoya en ello, además utiliza la metáfora de manera adecuada, no como un simple artificio estético. Tampoco constituye un recurso decorativo o un aspecto sonoro-semántico.
Las consonancias, el apareamiento, la combinación silábica, develan con vigorosa lucidez expresiones inevitablemente imprevistas:

Prolóngase tu doncellez
como una vacua intriga de ajedrez.

Torneada como una reina
de cedro, ningún jaque te despeina.

Mis peones tantálicos
al rondarte a deshora,
fracasan en sus ímpetus vandálicos.

La lámpara sonroja tu balcón;
despilfarras el tiempo y la emoción.

Yo despilfarro, en una absurda espera,
fantasía y hoguera.

(Despilfarras el tiempo)

Es evidente que estos recursos no corresponden a simples esquemas fonéticos ni de ornamentación acústica, sino que llegan a lo que Welleck y Warren determinan como vínculo significativo o cópula semántica[7]. López Velarde, aparentemente, busca sorprender con una novedosa forma de expresión. Pero Independientemente de la sonoridad, se advierte que la metáfora (metáphoré, transferir), traslada lo material en cosa nombrada; esta conversión (trans-formación, metamórfosis) atañe a la forma, ciertamente, pero involucra al contenido. La relación es profunda, íntima, tanto en el orden sonoro como en el ámbito significativo.

“Si la forma de ser es la de una cosa física. Su metábolé es literalmente meta-física. Sobre todo es meta-física la metabolé que efectúa la palabra”, acota Nicol[8]. Octavio Paz precisa: “López Velarde es un poeta difícil y proclama una estética difícil. Su odio a ´la crasa dicción de la ralea´ es el reverso de su amor por la expresión que ciega a fuerza de evidencia. Así, no busca tanto la sorpresa como lo genuino. Su originalidad es un ir hacia el origen, hacia lo más antiguo: descubrir la raíz. El poema no es un objeto recién manufacturado sino un talismán recién desenterrado. La novedad y la sorpresa son las dos alas del poema y sin ellas no hay poesía; pero el cuerpo del poema es el descubrimiento de una realidad sin fecha. Para López Velarde expresión es sinónimo de exploración interior y ambas de creación de sí mismo”[9].

Pero, ¿cómo consigue esta peculiaridad estilística? Pedro Henríquez Ureña, nos recuerda que la versificación castellana es, en general, silábica, o, con más exactitud, isosilábica puesto que cada forma de verso tiene un número fijo de sílabas. Por supuesto que no toda la versificación castellana es silábica: existió, desde el siglo XII al XIV, la amétrica, enteramente irregular, como en el Cantar de Mio Cid; y luego, de fines del XIV a principios del XCIII, existió la rítmica, en la cual los versos no tienen número fijo de sílabas, pero sí tienen acentuación marcada, debido a la influencia de la música con que se cantaban[10].. Y el poeta de Jerez busca el desplazamiento acentual, apoyándose en los encabalgamientos, en los esdrújulos y adjetivos inusuales, provocando incluso el rompimiento analógico en la sinécdoque y la metonimia, pese a su visualización, aunque parezca un contrasentido:

Si el sol inexorable, alegre y tónico,
hace hervir a las fuentes catecúmenas
en que báñase mi sueño crónico;
si se afana la hormiga;
si en los techos resuena y se fatiga
de los buches de tórtola el reclamo
que entre las telarañas zumba y zumba:
mi sed de amar será como una argolla
empotrada en la losa de una tumba.

(El retorno maléfico)

La lectura crítica que nos ofrecen Villaurrutia y Paz, determina que López Velarde su aprovechar los hallazgos de Lugones y de Herrera y Reissig en cuanto a las imágenes inesperadas, sonoridad, aciertos de expresión y adjetivos insólitos y de Laforgue el prosaísmo y adecuado desdoblamiento del yo. Sus intenciones eran del orden de la visualización y conformación estética para provocar el estremecimiento a que aludía en lengua francesa el autor de Las flores del mal. “De buena gana –dice Xavier Villaurrutia- habría creado todo un lenguaje para su uso personal, como dicen que parece haber sido el propósito de Góngora, a quien amaban con pasión. Pero dar nuevos nombres a las cosas lo habría confinado en el círculo de la razón perfecta, es decir, en el círculo de la locura. Como a todo buen poeta, le quedaba el recurso de hacer pasar los nombres por la prueba del adjetivo: de ella salían vueltos a crear, con la forma inusitada, diferente, que pretendía y muy a menudo alcanzaba a darles”. Por supuesto que López Velarde busca privilegiar la sonoridad de la imagen para exaltar el sentido. Por lo mismo, desde sus primeros poemas (1905-1912) utiliza versos de 14 sílabas, con algunos pareados que establecen la resonancia y algunas comparaciones similares a la de la poesía hebrea[11]. La preponderancia de alejandrinos, combinados con un endecasílabo y un tetrasílabo provocan la dinámica interna del verso. La adjetivación empieza a ser reveladora: “ostracismo acerbo”, “infantil asedio”, “musicales nidos”, “tristeza extática”, etc. La acentuación esdrújula empieza a ser primordial. En La sangre devota (1916) la atmósfera taciturna prevalece. Endecasílabos y heptasílabos marchan sin el apoyo de la rima. En apariencia los versos son libres, precisamente por la acentuación y la peculiar manera de adjetivar. De esta manera, las manos se vuelven adictas y la novedad es bárbara. El poema “Mi prima Águeda” destaca por los encabalgamientos y la alternancia de versos blancos (11 y 7 sílabas), así como ese singular manejo de sonoridades y cadencias:

Mi madrina invitaba a mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso”.

En Zozobra (1919), la singular resonancia lopezvelardeana es plena. El sentido acústico y visual provoca desasosiego y una dinámica interna que repercute en la acentuación, como de encrespamiento cadencioso; la función adjetival llega hasta sus últimas consecuencias, modificando la substancia lingüística, semántica: corazón retrógrado, lúgubres arreos, licor letárgico, acucioso espíritu, fulmíneas paradojas, falda lúgubre, condensan y compactan la substancia verbal. Sin embargo, en el poema “No me condenes...” la rima es capital, aunque por la combinación silábica, por la peculiar acentuación se consigue un efecto de oleaje rítmico, donde los pareados insisten y persisten en revelar, de manera incisiva, el orden sonoro del verso. Otro poema fundamental en esta etapa es “Despilfarras el tiempo...” donde la consonancia, el apareamiento, la combinación acentual es de suma importancia. También la visualización de las imágenes revela la exploración interior, la conciencia crítica, el instinto creador (Paz dixit), que repercute en el signo representado por la sensación gozosa del sonido:

... seré impasible por el este y el oeste,
asistiré con una sonrisa depravada
a las ineptitudes de la inepta cultura,
y habrá en mi corazón la llama que le preste
el incendio sinfónico de la esfera celeste.

(Mi corazón se amerita...)

Un auténtico orfebre, un alquimista del lenguaje, cuya sonoridad expresiva como sinónimo de exploración interior, permite vislumbrar la piedra filosofal que subyace y modifica la substancia verbal en su más pleno sentido categórico.
El impacto sonoro, la persistencia en abordar imágenes reveladoras y contundentes va en detrimento de la emotividad necesaria. En ocasiones se advierte demasiada escenografía verbal, que minimizan el efecto sagrado del acto de nombrar. Por ende, comparto con Octavio Paz la condición eufuista en López Velarde: “La maestría vence con frecuencia a la inspiración, la receta suplanta a la invención y el hallazgo al verdadero descubrimiento. La mirada del poeta no penetra en la realidad de sí mismo ni en la de su pueblo”.

Temáticamente hablando el mismo Paz ha señalado su parentesco con Baudelaire, su erotismo que va de la rebeldía a la sumisión, la ambigua e interminable despedida que la figura de Fuensanta le provocaba. El rango ideológico no es propiamente el reaccionario catolicismo que han señalado algunos lectores torpes, puesto que en el zacatecano subyace un sentido herético, agnóstico. Con la ignorancia de la nieve/ y la sabiduría del jacinto, López Velarde va de la contemplación reflexiva del amor a la búsqueda gozosa de la entrega no consumada[12]. Es un creyente apasionado, ciertamente, cuya fe se erige en contemplación activa. Una conciencia sacrílega que visualiza con pesimismo la incompatibilidad del mundo. Visión espiritual que acepta con resignación la pasión de la carne, sacralizada por la unión dilecta, contrapuesta, del vacío como presencia enigmática y la completud por la amada. Un sentido evocativo imposible de llenar.

[1] Jerez, Zacatecas, 1888- Ciudad de México, 1921
[2] Apud Jorge Luis Borges, Arte y poética, Edit. Crítica, Barcelona, 2001
[3] U. Iberoamericana, Méx., 2000, trad. de Silvia Pratt
[4] Op. cit., p. 10
[5] Véase El arte de la poesía, Edit. Joaquín Mortiz, Méx., 1983, 131 pp
[6] Cfr. el prólogo a El león y la virgen, UNAM, Méx., 1942
[7] Cfr. Teoría literaria
[8] Cfr., Formas sublimes de hablar. Poesía y filosofía
[9] Véase el prólogo a La suave patria y otros poemas, FCE, Colec. Breviarios, Méx., 1987
[10] Véase Antología de la versificación rítmica, FCE, México, 1999
[11] “El piano de Genoveva”, por ejemplo
[12] Véase La suave patria y otros poemas.













DE TARDE EN TARDE EL ARCO IRIS
Óscar Wong

En lenguaje cotidiano, llamamos realidad a todo aquello que captamos en forma inmediata, a través de los sentidos y de la conciencia, ya nos refiramos a la naturaleza y a la sociedad, o al conjunto de procesos anímicos y emocionales que acompañan nuestro diario vivir. Hoy sabemos perfectamente que también pertenece a la realidad esa otra parte del mundo imposible de captar directamente, la cual aparece en forma de “imaginación” y “fantasía”. En todos los casos, el problema es el mismo: la relación entre razón y percepción es válida en nuestro tiempo, puesto que el arte proviene, refleja, y tiene su origen en la realidad, en la medida en que ésta penetra en las diversas formas artísticas de acuerdo con los materiales con que se trabaja: colores, planos, volumen, sonidos y palabras. Todos estos materiales, al ser estructurados estéticamente configuran las formas de la relación arte-realidad (Cf. Jaime Valdivieso, Realidad y ficción en Latinoamérica, 1975: 15-16).
En la expresión poética la existencia prevalece –luminosa, renovada– en el espacio de la voz. Tal vez por ello los versos de Silvia Prat buscan la transparencia significativa a través del asombro que emerge en cada línea escrita. En el poemario que me ocupa, denominado De tarde en tarde el arco (UAEM, Toluca, Edoméx., 2008, 168 pp.), el sentir, a través del decir, crepita en llamaradas lánguidas. La autora conoce a plenitud la naturaleza de las cosas; por eso las palpa, las sopesa, las trastoca. Y el silencio vibra en la misma cadencia, en la misma frecuencia. El silencio, ciertamente, expresa más que la misma palabra: constituye un valor fónico y determina el horizonte semántico. El silencio como ámbito oracular, con una expresión de sentido, de capacidad primordial, provoca una imagen sonora y, por lo mismo, de vectorial significado.
Cuatro poemarios determinan el orden de esta obra. Cuatro libros, cuatro tiempos, cuatro instancias: Encendido espacio (2000), Crujir de la hojarasca (2001), Espiral irrepetible (2003) y Caldero ciego (2000). Cielo, tierra, agua y fuego conciliándose en este nuevo enclave, en este quinto elemento, si seguimos el pensamiento de Cornelio Agrippa dentro del ámbito poético: la presencia del arco iris, del espacio lírico concebido como el corazón, el espíritu del mundo, la quintaesencia que une y armoniza (Cf. Filosofía oculta, 2005: 28).
Es válido resaltar el vinculo importante que persiste entre Encendido espacio y Caldero ciego, has y envés del volumen que analizamos: Origen y conjunción. Génesis, germen y acumulada desventura. Todo ello manifestado en tonos ocres, sepias y expresiones lánguidas, taciturnas. Por su misma naturaleza, el título se vuelve simbólico, esperanzador, y restaura su acepción mítica: puente flotante, celeste; eslabón entre el cielo y la tierra, que se erige como presagio de acontecimientos felices o como la vieja promesa bíblica, como el pacto divino que aplaca la ira de Yahveh y conforma la Nueva Alianza. De tarde en tarde el arco iris presagia futuros fulgores, dimensiones menos pesarosas. La autora certifica la intensidad de aquellos momentos donde el contacto con el entorno despierta el asombro, y da fe de ello, pero con la conciencia plena de que tales emociones no se transmiten a través del lenguaje, sino a pesar de él. Esto, obviamente, alude a la relación entre sonido y palabra; la cualidad de la resonancia y la pertenencia de éstos a los elementos objetivos o formal de la palabra.
Desde luego que a lo largo de las instancias, se trasmina la percepción del origen compartido; el mundo constituye ese juego voraz que nombra un destino, que postula satisfacciones, soslayando los procesos sociales. El sujeto lírico, el Yo poético se revela como el centro del mundo. Así, la temática de Silvia Pratt –la memoria que se erige como alba viva; la infancia, la orfandad, lo terrible de la existencia, la muerte, Dios, et al– se reencuentra en el colorido del título que se perpetúa, pese a todo, como un presagio, como un porvenir que se vislumbra. Es curioso advertir cómo las imágenes revelan la emoción del instante; la función emotiva con una existencia propia y alcanza categorías nominales y verbales. De ahí viene su fortaleza, su vigor, su locución lírica, que repercute en este poemario antológico denominado De tarde en tarde el arco iris. En estas páginas se registra la transitoria voracidad del mundo y de la existencia. Testamento, testimonios: ventanas desarticuladas integran este universo de sonoridades. El ritmo, la intención, el verso ajustado, determinan una función ritualista. Un ceremonial lúdico de palabras que recobran su vitalidad, su uso primigenio. Así, la realidad se devela con un valor sonoro, significativo. La palabra –como sugiere Tinianov– no es más que un receptáculo cuyo contenido varía de acuerdo con la estructura en la que se ubica y con las funciones de cada uno de los elementos del discurso. La poesía, aunque se apoya en el lenguaje, en la palabra, se revela en la voz. En este orden de ideas la palabra misma no tiene un significado preciso, puesto que se agrega la percepción emocional
De manera que en el primer libro, Encendido espacio (2000), el paso del silencio se vuelve contundente, significativo, con su carga reveladora que sostiene y da cuerpo al rotundo peso de la imagen. Persiste, en consecuencia, un acento compasivo, un anhelo por trascender emotivamente hablando y ocultarse de la mirada de la muerte. La trágica carga de la desaparición física hiere a la autora; sin embargo, la luz representa un salmo que consagra a la plenitud de la realidad. En 34 poemas Silvia Pratt esboza su memoria sensible donde la revelación va arraigando en la memoria auditiva, psicológica, de la experiencia profunda, única por lo mismo. En cierto sentido, el mundo es un territorio sombrío, hostil. Un único canto, “En el risco del espejo” (p. 29), ejemplifica lo anterior, pues advierte sobre la tragedia de vivir, el aciago destino del dolor perentorio. La raigambre telúrica de la infancia, la madre presidiendo el mundo, apuntando al futuro en rápidos lienzos blanquecinos, y la vida respondiendo con raudos y ríspidos trazos negros. La muerte –como ignominiosa presencia– trastoca y derrumba el ritual claroscuro de la existencia. El único pecado de mi madre/ fue morir sin avisarnos, precisa la autora (p. 36)
La tragedia de vivir conforma el destino luminosamente aciago del trepidante desconsuelo. Independientemente de la hostilidad sombría de la naturaleza, la Poesía instaura esa magnitud donde la vida se revoca. Voces nostálgicas, la terrenalidad imperativa ante el deseo de Silvia Pratt de hurgar en otras dimensiones más plenas, más profundas, más vitales. El tiempo se desborda, modificando a los objetos, a los seres, aunque el presente es un simple paso hacia la otredad. De manera que la evocación emotiva de la mirada se metamorfosea en memoria humedecida, para integrar un recorrido por los territorios del amor y de la ternura, aunque en la pupila se refleje el tatuaje inefable de la extinción.
Las instancias intermedias, Crujir de la hojarasca (2001) y Espiral irrepetible (2003), concilian lo cotidiano de la reminiscencia. Tonos sosegados, versos descriptivos. Aromas y sabores, la melancolía concebida en tanto “neblina en la memoria” trascienden en líneas precisas, vigorosas, casi como sentencias, mientras que Caldero ciego (2000) se erige como la metáfora del desamparo, la respuesta que un espíritu sensible tiene ante la adversidad, ante las injusticias del mundo, ante lo terriblemente limitado de la existencia. Y el saldo no puede ser otro: el infortunio, la orfandad, la desdicha nos rodea, siempre. Silvia Pratt va hilvanando su encuentro-desencuentro con la Divinidad.
En este recorrido, cegada por la luz, busca a tientas, como una núbil hechicera inexperta, frente a un Dios que se yergue en todo su poderío. La existencia, ciertamente, es como un caldero, donde se cuecen los yerbajos de la sabiduría, de la cordura, de la inspiración. Pero, ¡cuidado!, la vieja Cerridwen acecha en cada leño encendido, en cada pócima que hierve. Un caldero que de cuando en cuando arroja sus gotas trágicas para que los hombres prueben de este brebaje, dulce como la miel, pero cuando llega al estómago es amargo como la hiel. Y la enseñanza es terrible: los hombres vienen al mundo totalmente indefensos. Desamparados, huérfanos de Dios. Y algunos se someten a este designio con mansedumbre. Otros, como León Felipe, buscan un buen tabique para arrojárselo a la frente. Aunque ese Ser Devastador permanece inmutable.
Para muchos Dios es una referencia. A veces adquiere formas reflexivas. Y el Misterio se yergue en toda su majestuosidad. Silvia Pratt pretende disputar con Él, desoyendo los consejos de Job quien nos recuerda: no es de sabios contender con Dios. Pero la autora ofrece su propia respuesta. Con precisión y oficio deambula entre la rebeldía y la reverencia, entre la ingenuidad y la ternura, entre la expresión de una creyente y el casi menosprecio de todo gnóstico. Pero a veces la emoción es contenida, como si la autora buscara no el enfrentamiento directo, sino pretendiera disculparse ante esta insurrección manifestada. Caldero ciego es un cántico emocionado, intencionado. Y ofrece múltiples lecturas. Búsqueda metonímica, la profundidad de su significado inquieta, aquieta. Por algo los israelitas han temido a esta Presencia Majestuosa. Y el Nombre aún nos aterra. Resignación y mansedumbre. O rebeldía e imprecación. Cualquiera que sea nuestra respuesta ante esta figura inconmensurable, ante esta presencia perturbadora, será válida puesto que la tolerancia es, ahora, el signo de los tiempos.
Como corolario, preciso que De tarde en tarde el arco iris registra la generosa hostilidad del mundo y de la existencia, aunque la memoria, que se erige en la madre de la Musa arquetípica, sirve como un foco orientador y como un desafío. Ella –lo sabemos– provee felicidad, suceso, en un ceremonial sacro que recobra su vitalidad, su uso primigenio. Lo oscuro y lo luminoso son registros de una misma presencia; la alegría y el dolor alternan siempre. Y Silvia Pratt se entrega a la vida, a la supervivencia y recobra para sus lectores la imagen sensitiva del ser humano ante la fatalidad. Y enhebra su respuesta –en palabras que ahora hago mías– con meditada sumisión, con premeditada sabiduría: Y estoy aquí/ aunque me hunda en un amargo abismo...(p. 167)


SORDA FLUORESCENCIA

Desde la ventanilla del avión observó cómo la espuma del océano se congelaba en una imprecisa raya blanquecina. La frontera entre la plomiza superficie verde y la arena simulaba una serpiente titubeante, difusa por la altura; el banco de nubes, como una alfombra sideral, esfumó la luminosidad del agua. La vieja sensación de orfandad volvió a molestarlo. A la distancia, Guayaquil era una alargada tortuga reposando en la calina; pero no debía apresurarse con esos símiles absurdos que a nada lo llevaban. El hombre volvió a sus reflexiones. Paulatinamente se adentraba en esa viscosa bruma donde la incertidumbre semejaba una plataforma evanescente; los murmullos volvieron a sus oídos, mientras sentía los labios de la mujer recorriendo su cuello con suavidad, los hombros, la espalda; los jadeos, las caricias ahora más intensas se combinaban con los mordiscos. Él replicaba de igual forma. Los ojos esmeraldas también lo envolvían, lo subyugaban, aunque en esta ocasión las pupilas transparentes de la azafata lo trajeron a la realidad.
Con un movimiento de cabeza asintió sobre el servicio que la joven le ofrecía. Fuera, el cúmulo de nubes se deslizaba plácidamente, como su memoria. Con desgano probó los alimentos: el queso derretido sobre los chilaquiles le pareció una absurda placa de plástico; siempre se quejaba de la comida de los aviones, y más de los mexicanos, peor que la comida rápida de los establecimientos de la urbe; el café simulaba una aromatizada nata oscura y el jugo de naranja le supo insoportable. La tierna claridad lo envolvió: la muchacha retiró la bandeja, disculpándose por la falta de apetito del viajero; la mirada de la azafata le pareció familiar: la fresca limpidez lo resguardó, acariciándolo. El perfume volvió a sumergirlo en esa neutra condensación y la humedad de la mediatarde lo arropó, como los besos de María Dolores. El baño parecía un huevo empequeñecido, una insegura sombra que lo circundaba; sintió la húmeda descarga de la mujer sobre los muslos. Se estremeció. Los besos, los ligeros mordiscos proseguían porque la pasión semeja una vigorosa arena incandescente, una dócil arcilla.
Con deleite volvía a la carga: ahora las manos acariciaban los pezones, sus labios iban del cuello a los hombros y luego a los pechos de la agitada mujer. Sintió la segunda arremetida cuando palpaba los muslos endurecidos de la joven, mientras afuera las sombras retrocedían ante los embates del albor. El espejo del baño donde se encontraban parecía una luna turbulenta, enardecida por las figuras que se movían con rabiosa ternura calculada. La penumbra, una densa cobija inconcebible, como las nubes que ahora rodean al avión. La sacudida lo hizo sonreír. Observó el guiño de la azafata cuando una anciana sacaba su rosario. Ella destacaba de entre las demás: alta como el otoño caminaba/ envuelta por la luz bajo la arcada, repitió a Paz cuando la observó por primera vez. Había sentido su mirada elástica, y supo que era la misma que había soñado, que había convocado desde siempre. La barba partida simulaba el afluente de un arroyo fortuito y su voz arrojaba luminosidades cálidas; el cabello, corto, reflejaba esa rubia convicción del trigo. Llevaba puesto un traje sastre de color hueso y sus piernas tenían la nerviosa seguridad del felino acercándose a su presa. Repitió su nombre: Dolores, María Dolores. Y evocó sus mordiscos, sus labios ávidos y gozosos que se humedecían, sus gemidos, sus pies descalzos, la violencia tierna que la sacudía. El dolor agudo en los riñones, la cuchilla acerada destrozando sus espaldas, casi lo hizo gritar. El hombre y la mujer semejaban una intensa medusa, una masa amorfa, sensitiva, convulsionándose. Afuera el calor de la madrugada avanzaba como ondulación nebulosa; los ruidos en momentos parecían diluirse, aunque en la aduana el paulatino ir y venir de los automóviles pretendía agazaparse ante la mirada fogosa de la luna.
En Ciudad Juárez nadie duerme: la línea fronteriza es una vasta porción de claroscuros, un campo minado donde el deseo y la ebriedad confluyen; sueños e iniquidad van de la mano, provocando conmoción profunda. Bares y cantinas contrastan con las fábricas y maquiladoras, y el desierto eleva sus fauces sudorosas y engulle a los viajeros, a las mujeres desvalidas, muertas en la sorda lobreguez del desamparo. Afortunadamente ella estaba de paso. Durante tres días habían coincidido en sitios y lugares inverosímiles, por lo mismo, los encuentros fortuitos se repetían, como si el destino se empeñara en reunirlos. Volvía con frecuencia a la ciudad de México, aunque no era necesario porque los negocios marchaban sin problemas. Lo seducía ese país. Guadalajara, Monterrey, Puerto Vallarta eran sus sitios preferidos; sin embargo, Ciudad Juárez fue un subterfugio, una simple conexión para viajar al país de los dólares.
Y entonces apareció María Dolores, con su sonrisa frágil resaltando entre los hoyuelos que marcaban sus mejillas. Recordó las argucias concebidas para solicitarle una cita y hasta inventó que era amigo de Jorge Enrique Adoum, un conspicuo escritor de Quito, quien había casado con una mujer francesa, inteligente como ella. Y ahora estaban ahí, en la penumbra, aprovechando la voraz fugacidad del deseo. Pero la vaciedad hiriente de aquel hotel apenas se reflejaba en sus movimientos. Sus brazos constriñéndose alrededor de la espalda arqueada de la mujer; los murmullos, los gemidos sudorosos crecen como marejada; los gritos ahora simulan gotas encendidas acaso por la tensión del momento. El gris metálico pretende resquebrajarse como un crepúsculo anticipado. La posición prenatal de los viajeros, asumida por instrucciones del capitán, lo sobresalta. La misma agitación, el ángulo oscuro del baño donde se encuentra con María Dolores, el temor como un pozo que se agranda, la pared acerada que ya sucumbe ante el estallido, la ventana-espejo que también se metamorfosea en infinitud de fragmentos, repitiendo sus esfuerzos por salir de esa posición absurda donde acaso late un pensamiento como pájaro debatiéndose en pleno vuelo. Aquí un brazo, allá una pierna, senos y muslos corroídos por la devastación, la acuosidad del instante contenido y el fósforo metálico que ahora se precipita hacia el canal de Panamá, crepitando con esa sorda e inútil fluorescencia que precede a la caída.

Óscar Wong



PIEDRA QUE GERMINA

Después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste

SAN JUAN DE LA CRUZ


Como raudo rayo fecundado
el Amor desciende.

Con sus garras abre
surcos en la tierra.

Y crece el musgo,
el limo blanco, el árbol
venerado por la tribu.

Y la ternura crece
sobre el alba.

Y el corazón del día surge
como denso susurro
de la roca.
Y el océano inicia
impetuosa danza consagrada.
aquí el fulgor renace.

Si pusieras tus ojos en mis ojos.
Si pusieras tus labios en mis labios.
Si tu boca afuera abeja enardecida
O aguja voraz hurgando en la sangre.
Si te posaras, sedienta, entre mis piernas,
te amaría densa, torva, tiernamente,
como quien por primera vez asoma al mundo,
como quien por primera vez
desgarra una violeta.

Todas las cosas arden si te miro.
Todas las piedras germinan si te amo.

Como gorjeo intempestivo vienes
y tu presencia bebo cual arroyo
donde los ángeles se inclinan.

Como una lenta danza que seduce,
como rocío fértil en la arena,
como la castidad del santo que crepita
ante la suave perfección de la figura inmaculada
vienes.

Qué arduo trabajo el tuyo, Amada: ser hermosa.

El graznido del cuervo me estremece,
el vuelo del pegaso me seduce,
el gorjeo de tu voz me satisface.

Sin ti, abeja tierna, el Universo carece de sentido.

Como un patriarca fiero me conduzco,
como un profeta sabio te profano.

Amada Reina del Valle de Jovel,
La del Rostro Dulcísimo y Terrible,
Sé que vienes de donde crecen los manzanos
Y que en tus ojos anidan las colmenas.

Ay cuánta miel derramándose en el iris
Y cuánta perfección en tu figura.

Que el oro de mis besos te sostenga.
Que la roca de mi canto te consagre).


A TI NO TE DERRIBARÁ la muerte.
A ti jamás te tocará el olor maldito de la tumba
aunque las leyes de la flor, la insobornable
rueda del verano se deslice, y perturben
y acosen tu belleza.

Gacela, grulla o corza
como una madre tierna te cobijo,
pero tiemblo si un golpe lúgubre
de realidad te toca.

Conjuro la presencia de lo eterno.

Brillante lágrima de sol:
yo desperté a la serpiente,
yo vi temblar al unicornio,
yo desaté al dragón enfurecido.

Frágil, perturbado,
para cantar escucho el ritmo lento del silencio,
para amar me sumerjo en el vacío.

¿Quién dice que el terror calcina?

Desde la esfera más alta entrego
mi voz en el océano.

Y palpito
y me erizo
y me consagro
ciego.

Turbo la turbia tarde.

El corazón alberga rosas, muñones agrios,
amargas fauces que devoran.
También es puño enronquecido.

Pero me doy a ti cual caracol sediento.

Delirio, purificada brasa que palpita,
¿ante la Luz qué hacen los ciegos?

Me inclino, hierba endeble, si me miras.
Mi corazón naufraga en ola súbita.

Fulgor sonoro al mediodía eres,
arena humedecida la ternura.


Óscar Wong
México-Tenochtitlan, enero 5 de 1998.
(Del libro Razones de la voz, CNCA, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2002, 73 pp.)


ESPUMA MELANCÓLICA

La mujer que espera bajo la lluvia,
la que siembra
pensamientos en la hoguera,
gime, se estremece.
Sus pechos, violentas rosas, braman.
Sus muslos se abren
con denso escalofrío.
Su voz, espuma melancólica,
entrega vaticinios
como una Luna Nueva que galopa.
La noche, complacida,
la corteja.
En la fronda los pájaros maduran.

Óscar Wong
(Del libro Razones de la voz, CNCA, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2002, 73 pp.)

CÁNTIGA PARA LA HERMANA ESTHER

¿Qué de vos y de mí, señora,
qué de vos y de mí dirán?

De vos dirán, mi señora,
la merced que me hacéis,
y que cosa justa es
querer a quien os adora;
y que siempre como agora
muy fuerte y firme os verán.
¿Qué de vos y de mí, señora,
qué de vos y de mí dirán?

(Del Cancionero general, Amberes, 1557)



Simbolismos zoques: signos rituales de identidad.

Muestra breve, recolección simbólica de la cosmovisión zoque (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México), desde el aparato fotográfico “pasando por el registro oral- para provocar una reflexión de las visiones actuales frente a las pasadas.
Vestigios de intemporalidad, expresan la preocupación por capturar la esencia de las cosas, misma que el lenguaje se ha encargado de despojar a través del adjetivo.
Fotografías etéreas, deambulan por la nada, el vacío, la no presencia y se van perdiendo; lo oscuro opera como metáfora de lo ausente o de lo próximo a ausentarse, trata de entrever el pasado, que se adivina detrás, en penumbras y sin un tiempo específico: intemporales; existiendo de por medio el deseo por salvar, registrar, almacenar, recolectar el pasado y mostrarlo a la luz del presente.
Simbolismos zoques
Roberto Molina Tondopó

2004-2005
Piezografía (tintas de carbón impreso en papel de algodón)
Montaje en marco de madera natural
16x20 in c/u.

Currículum
Roberto Molina Tondopó.
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 12 de Septiembre de 1978.
Roberto Molina Tondopó, es maestro en Procesos de Diseño por la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (2002-2004) y Licenciado en Diseño Gráfico por el Centro de Estudios Profesionales de Chiapas Fray Bartolomé de Las Casas (1996-2000). Cursa diversos talleres en el Centro de la Imagen con Gian Paolo Minelli, Laura Cohen, Gerardo Montiel Klint, Pedro Meyer, Mariana Gruener (México, D.F.); y los maestros Rogelio Cuéllar, Gilberto Chen y José Hernández Claire. Así como la Residencia de Verano para Fotógrafos Nacionales e Internacionales de la Academia de Artes Visuales (AAVI 2007), con la tutoría de Juan Antonio Molina, Ricardo Trabulsi, Enrique Méndez de Hoyos y Pablo Ortiz Monasterio.
Becario Jóvenes Creadores FONCA del período 2008-2009 (CONACULTA), ha sido dos veces becario de su Estado en Artes Visuales (PECDA-CONECULTA, emisiones 2007 y 2005). Premio de Adquisición del XIII Festival de Artes Plásticas (Chiapas, 2006) y Primer lugar de la Ia. Bienal de Fotografía en Chiapas (2004). Mención honorífica del III Salón de la Plástica Chiapaneca (2004). Mención Bronce en el XIII Premio Quórum (2003). Primer lugar único en el concurso de Cartel Conmemorativo Jaime Sabines“ homenaje (CONECULTA 2000). Exposiciones Colectivas: Artefacto, conexión CHIAPA [UTF-8?]– CHICAGO. Galería CUID de la UNICACH (Tuxtla Gtz., Chis. 2008). Segundo Festival Internacional de Arte CHETUMAL-BAHIA 2007. Obsesiones dentro del marco de Fotoseptiembre (México, D.F. 2007). Lo binario, Alianza Francesa (México, D.F. 2007). FotoSinaloa 2006, Galería de Arte Joven (Culiacán, Sin). Lo binario, Fundación Sebastián y Universidad Tecnológica de México (México, D.F. 2006). Monstros, Espacio Cultural TRES50. XI y XIII Festival de Artes Plásticas de Chiapas. De manera individual: Estática y Desencanto, Centro Cultural Ex Convento de Santo Domingo, Chis. Estética del Desaliento, Centro Cultural de Chiapas Jaime Sabines. Simbolismos zoques, colección del Museo Zoque de Tuxtla Gutiérrez, Chis.
Se ha desempeñado como Jefe de Diseño en el Departamento de Difusión Cultural del CONECULTA-Chiapas, como diseñador freelance y en Anuncios en Directorio, ejerciendo la docencia en la Licenciatura de Artes Visuales de la UNICACH, así como asesor de fotografía del Programa de Estímulos a la Creación y el Desarrollo Artístico (CONECULTA).

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Roberto M. Tondopó
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