domingo, 6 de septiembre de 2009

Yuria 58























Yuria 57



Auguste Rodin (París, 12 de noviembre de 1840 - Meudon, 17 de noviembre de 1917) fue un escultor francés contemporáneo a la corriente Impresionista. Enmarcado en el academicismo más absoluto de la escuela escultórica neoclásica, es el escultor encargado no sólo de poner fin a más de dos siglos en busca de la mimesis en las artes tridimensionales, sino de dar además un nuevo rumbo a la ya obsoleta concepción del monumento y la escultura pública. Es por esto que Rodin ha sido denominado en la historia del arte: «el primer moderno».



Lo inacabado
Un ensayo sobre el ensayo
[i]
Benjamín Valdivia[ii]

Un ensayo es lo inacabado, lo que nunca tendremos tiempo de completar, aquello extraviado entre los cada vez más lejanos horizontes de las tentativas. No en vano la Academia lo ha definido como “un escrito, generalmente breve, sin el aparato y sin la extensión de un tratado sobre la misma materia”. Tal vez se engaña la Academia: los ensayos son no siempre breves y sí, ocasionalmente, aparatosos. Al menos nunca son breves en sus implicaciones, ya que su propio carácter provisional apunta hacia una completitud posible, por lo que el ensayo es apenas el esbozo de algo que tal vez nunca será.
Debemos acotar aquí ese tinte de indefinitividad: al ensayar nos conformamos con lo menos, renunciamos a perseguir el tema hasta sus consecuencias finales. Borges hablaba de “las tardías notas”, esos apuntes que nunca serán obra acabada en “los pocos días” que nos quedan. Ensayar es abandonar. Es abordar con levedad lo que nos interesa. No obstante, ese mismo tenor del ensayo —argucia plausible— es el que le impide tener límites o cortapisas. El ensayista es alguien que no sólo se niega a la última perspectiva, sino que, además, elude el compromiso. No sólo con el tema, de suyo despojado de tratadismo o magisterio definitivo, sino consigo mismo, puesto que el autor de un ensayo se ubica en la misma movilidad inapresable de su escrito. En ese entendido, el ensayo es una de las formas poéticas más abiertas y sensitivas; se parece a la descripción que hiciera Huidobro respecto del poema creado: “es algo que no es, que no será, pero que nos gustaría que fuese”. El ensayo es un orbe del desear.
Notemos el sentido aforístico de la frase con que terminamos en párrafo anterior. Tal vez un ensayo nos debe conducir a dar por sentada, al concluir el texto, una idea crucial y bien perfilada, la cual se puede expresar por un aforismo, una paremia, un dicho, un filosofema, un mandamiento, una declaración de fe o, en fin, con cualquier tipo de resumen apretado que sea como la aldaba del texto y la llave de otra vida posible. Claro que esto puede ser llevado al exceso y declarar, como hace Gabriel Zaid, en su El ensayo más breve del mundo, que “No hay ensayo más breve que un aforismo”. Igual diríamos que no hay ensayo más ocioso que el que tiene como tema el ensayo, porque al terminarlo, estipulada para siempre su provisionalidad, no se podrá sacar algo en claro que no sea una declaración aforística: “no hay ensayo más ocioso que el que tiene como tema el ensayo”.
Una vez llegados a la ausencia de compromiso que se revela al fondo de cualquier ensayo, deberemos avanzar por una anatomía del fenómeno, no en afán de explicarlo o entenderlo, sino de vislumbrarlo. El ensayo escrito, como lo es el ensayo del músico o el de los actores, no es la exhibición misma ante el público, sino el trabajo secreto y correctivo que nos imponemos como disciplina hacia la altura deseada del arte. Aunque existan piezas ensayísticas de factura intensa, no son sino como los esbozos del pintor, los planos del arquitecto, las ejercitaciones del instrumentista. Pero es allí donde está el deleite y el destino del ensayo: no hay otra pretensión que encontrarse a sí mismo delante de las profundidades atisbadas en un tema seductor. Y el público contempla las audacias.
Por lo mismo, el ensayo siempre está encadenado a nuestro punto de vista personal; y, en ello, a nuestra temporalidad. Si un ensayo tiene valor más allá de la circunstancia que lo impulsa es porque los temas recurren dentro de la vida; y porque el alma humana tiene menos cambios de los que se piensan para la historia. El despojado sentido de la inmediatez del cuerpo es un tema para Platón, Catulo o Quevedo como lo es para Coco Chanel o Britney Spears, sólo por delimitar extremos de la cultura memorables y no. La condición efímera de los entes, las probabilidades del decaimiento de la materia, la inmortalidad apetecida, el orbe oscuro de la muerte, sus anticipaciones dolorosas en las enfermedades o la sorpresa de gestar, de nacer, de procrear, el indefinible ser extático de la mentira y su estatuto humano, tantas aristas del misterio y de la sabiduría que nos arrastran con sus incitaciones ahora como antaño y como, seguramente, habrán de imponerse a los miserables humanos del futuro; todos los temas están dichos, pero nunca han sido ensangrentados de nuestra vena poética sino hasta que los convertimos en palabra. Palabra volátil, es cierto, mas con volatilidad emocionante, nuestra, textualidad teñida de lo que es nuestra persona. En ese sentido, nadie inventa un tema nuevo, pero cada uno construye la perspectiva inigualable —afortunada o no— de la propia mirada. En cuanto a los asuntos de fondo, todos estamos atados a la cadena insalvable; pero en lo tocante a los matices, los tiempos y maneras, nunca nadie antes habría regodeado su placer en esa original epifanía. Así, el ensayo es un diálogo con la universalidad desde lo puntualmente irrepetible.
Como revelación del pensamiento presente y como opacidad de lo perpetuo, el ensayo se reúne con aquellos aspectos de la existencia social que atienden a lo mismo: el psicoanálisis, porque evidencia y oculta al sujeto; la religión, pues liga al individuo con los que, a veces sin esperanza, esperan la Parusía que abra la comprensión; el arte, ya que ofrenda en materiales sensibles el alcance, rastrero o cósmico, de sus creadores; la política, con la que comparte la falta de compromiso y el desdecirse de sus presentes anteriores. Podríamos continuar la gama de afinidades sociales del ensayo, mas conviene señalar que dichas conexiones lo son porque el ensayo es el género textual sin pretensiones; obra que no quiere alcanzarlo todo, como la poesía; ni hacer todo artificial, como la novela. De soberbia modestia, el ensayo es el vehículo privilegiado de las inconstancias sociales, su liturgia perfecta, porque avanza sin saber, pero como si supiera. Ensayar es encontrar el consuelo del ánimo angustiado por la perfección y la imposibilidad. En el ensayo encuentran lugar todos los imposibles.
No dejaré pasar la ocasión para señalar que el ensayo, aunque visitado desde antiguo por los pensadores, es, indudablemente, un género propio de la modernidad. Sólo en nuestro mundo reciente —y por reciente quiero decir los últimos quinientos años— se ha dado el trono a la desconfianza. Y el ensayo, como mensajero de la indefinitividad, lleva el cetro del descreimiento, de la fatal ausencia de verdades finales. No es de asombrar el que los primeros ensayistas finquen su aparición en la segunda mitad del siglo XVI, luego del descubrimiento de América, la Reforma luterana y la revolución de Tomas Münzer. Primero se descara Michel de Montaigne, fallecido en 1592, y después Francis Bacon, nacido en 1561. Montaigne, en su famoso prólogo, nos dice “el tema de mis ensayos soy yo mismo”, y remarca el sello personal que se imbuye a este género. Bacon, al lado contrario, considera que el tema es el mundo humano en lo que tiene de más universal, así que sus textos son sobre el conocimiento y sus modalidades, la dirección del destino, las funciones de la sociedad y el proceso de la naturaleza. Yo percibo que esos asuntos generales de Bacon no están muy separados de los encuadres autorreferentes de Montaigne: el saber, la vida, la gente, el mundo.
Por tratarse de una exposición peculiar, el ensayo no está tendido para todo el público; más bien elige a sus congéneres: es el enlace de cofrades dentro de un lineamiento estético determinado. La aridez de algunos ensayos no será compatible con la difusa exuberancia de otros. Lectores de vastedades desiertas no sentirán gratamente la proporción abigarrada de los discurrentes rizomáticos. Y viceversa. Ya la historia ha comprobado el encono que los neoclásicos exprimieron frente a los barrocos; y éstos ante los equilibrados y matemáticos renacentistas. En todos los casos hay que reconsiderar las diferencias, lo que va del círculo a la espiral, de la esfera al caracol. Así que los públicos se reparten en gajos según los estilos; y se vuelven, como todo en la vida humana, intolerantes de sus contrarios.
No todos los ensayos son para todos los públicos. Y es que un ensayo es continuador de una tradición y negador de otra. Según de dónde provenga su asidero, el ensayista se ligará con autores que serán compatibles con cierta clase de lectores, y refractarios a otra clase. Por sus apoyos textuales y su enfoque y lenguaje, el ensayo se sitúa en un medio cultural muy definido. Digámoslo así: el ensayo es el texto de lo indefinido situado en una historia literaria y cultural muy definida. Además de lo señalado, en cada texto, y el ensayo no es la excepción, se manifiesta una visión de mundo como trasfondo en sus enfoques y procedimientos. Por eso los lectores se separan de los ensayos que no les son reveladores. Pero —y esas son las ocasiones felices— hay veces cuando el ensayo que no nos satisface se vuelve un detonador y nos propone una crisis. De su lectura, de su odiosa lectura, salimos reconfortados con la duda y el temblor de nuestros fundamentos. Eso nos muestra que el suertudo ensayo tiene sus lectores precisos: los que lo aborrecen. El momento feliz es aquel en que sucede lo que hablaba hace poco con Eduardo Lizalde a propósito de un libro suyo: nos otorga el privilegio de quebrantar el dogma.[iii] Un ensayo tiene sus adherentes, pero, para todo, son más importantes sus aborrecedores.
En todo este universo de disímbolas direcciones, hay variadas posibilidades para el ensayo en nuestros días. En sus artilugios y en sus entregas francas se puede escribir de tal forma que el lector se convierta en un conversador cómplice o bien que sea un testigo distante del suceder mental. Se puede, también, hacer que el ensayo sea como un pinchazo o un escozor que haga saltar al cómodo lector en sus cicatrizadas hormas de memoria y pensamientos o bien hacerlo que se arrulle en la caricia de lo dulcemente elaborado para su aceptación. Son procedimientos, timbres, registros y gamas para establecer contacto, como lo es la posibilidad de darle evidencias y pruebas, analogías explicadas, como hace Bacon en La esfinge, o soltar los potros de la revelación para que arranquen de la mesura al insospechado lector y lo obliguen a ver más allá de lo visible, lo que nunca se hubiera imaginado. Para lograr el esclarecimiento, ya sea por evidencia o por revelación, el ensayista acude a la vida directa, tangible e inmediata; o acude, en otra posibilidad, a la historia —magistra vitae, como dicen los manuales de Latín— que es el campo común. Aunque se refieran a la misma suciedad, un ensayo que nos hable de la actualidad política del país será muy diferente del que se ocupe de las condiciones del senado griego. No hay que olvidar, en este caso, el distanciamiento preconizado por Brecht, pues lo que no es del aquí y el ahora nos libera presiones y nos somete a pasiones más refinadas, además de que añade el factor intelectual, nada despreciable cuando se trata de ensayar, pues el texto, en este género, se edifica de enunciados tanto como de ideaciones.
En última instancia, el ensayo tiene dos vertientes: convence o interroga. Su labor socavante busca minar al lector, no confirmarlo; extraerlo de su seguridad pacata y lanzarlo a las fieras de lo posible. El ensayo, por convicción, es el intento de respondernos el sentido de lo que es, de lo que somos. Ante esa condición irrenunciable, el ensayo puede solamente enfrentarnos a la interrogación; o, en su otro reverso, ofrecernos una respuesta plausible, convincente, de lo que hemos sido y lo que podamos ser. Camino de la insatisfacción, el ensayo no quiere decirnos que así es la vida, sino que así podría ser. Si el convencimiento nos ilumina, la interrogación nos oscurece. Y el ensayo es el terreno minado de los claroscuros. Yo no quisiera haber convencido a nadie, aunque tampoco quisiera haber planteado solamente una interrogación. La página se cierra y la vida se abre. ¿Acaso ahora tiene otro sentido el habernos encontrado en lo invisible para que luego viniera a concluirse el texto sin que se haya concluido el tema? Lo dijo el latino: la vida es muy corta y los asuntos son muy extensos. Como antídoto para ambas cosas, el ensayo se plantea la brevedad de la vida desde el sentido de lo tentativo; y la enormidad del tema desde la precariedad de lo posible. En ambos casos —vida y tema— el ensayo es lo inacabado. Y ahora que termina el ensayo vemos, con cierta ambigua satisfacción, que, por el momento, ni la vida ni el tema se pueden dar por concluidos.


[i] Este texto forma parte del libro Yo mismo (y otros ensayos sobre percepción y literatura), Universidad de Guanajuato, 2008, pp. 91-98.
[ii] Benjamín Valdivia (Aguascalientes, México, 1960) es correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. A la fecha funge como director académico del Centro de Estudios Cervantinos de Guanajuato y preside la Red Cervantina Mundial. Investigador SNI de nivel II, ha sido becario del Fonca y es autor de más de treinta libros de poesía, novela, cuento, teatro y ensayo. Se han publicado traducciones suyas desde el inglés, francés, portugués, italiano, alemán y latín en diversos medios mexicanos y extranjeros. Más detalles en el sitio www.valdivia.com.mx
[iii] Se trata del poema —en realidad sólo son dos líneas— inicial de La zorra enferma (Joaquín Mortiz, México, 1974), llamado Ojo, sectarios, que dice “Sordos, odiad este libro, / eso incrementará mis regalías”. A partir de tan descarada afirmación pudimos asumir críticamente el sectarismo en un momento crucial de la adolescencia.

[1] Este texto forma parte del libro Yo mismo (y otros ensayos sobre percepción y literatura), Universidad de Guanajuato, 2008, pp. 91-98.
[1] Benjamín Valdivia (Aguascalientes, México, 1960) es correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. A la fecha funge como director académico del Centro de Estudios Cervantinos de Guanajuato y preside la Red Cervantina Mundial. Investigador SNI de nivel II, ha sido becario del Fonca y es autor de más de treinta libros de poesía, novela, cuento, teatro y ensayo. Se han publicado traducciones suyas desde el inglés, francés, portugués, italiano, alemán y latín en diversos medios mexicanos y extranjeros. Más detalles en el sitio www.valdivia.com.mx
[1] Se trata del poema —en realidad sólo son dos líneas— inicial de La zorra enferma (Joaquín Mortiz, México, 1974), llamado Ojo, sectarios, que dice “Sordos, odiad este libro, / eso incrementará mis regalías”. A partir de tan descarada afirmación pudimos asumir críticamente el sectarismo en un momento crucial de la adolescencia.









EL FEMINISMO Y LOS INDÍGENAS EN LA OBRA DE ROSARIO CASTELLANOS
Armando Cortés


La Fundación Colosio, AC, Filial Chiapas, no olvida nuestros extraordinarios valores humanos, menos a lo más trascendente en el ámbito internacional de la literatura. Hoy se cumplen los 35 años de la pérdida de nuestra más grande creadora literaria, nuestra Rosario Castellanos Figueroa, la chiapaneca más universal, más versátil y productiva del intelecto, porque no solo sobresalía como poetisa en los tiempos misóginos dominados por capillas encabezadas por machos-homosexuales (que son peores), sino que además es triunfadora como ensayista, como pensadora, como novelista, como narradora, como académica, como diplomática; es nuestra Rosario sin duda alguna el emblema más sublime de creatividad literaria que tenemos los chiapanecos, pues aunque fue una mujer frágil (emocional y físicamente, que padeció y superó la tuberculosis), fue sobresaliente en lo intelectual, en la lucha social y espiritual, fue tan poderosa y creativa que trascendió a su generación de varones y mujeres como poeta, narradora, pensadora, pero igual es la iniciadora de las luchas feministas del México post revolucionario.

Ya lo decíamos en nuestra anterior entrega de la Fundación Colosio, AC, Filial Chiapas, que la autora de Balún Canán, de Oficio de Tinieblas o Ciudad Real (entre muchas obras que ya dimos a conocer el martes), fue precursora del movimiento feminista de la segunda mitad del siglo XX y una de las primeras intelectuales preocupadas por reivindicar los derechos de igualdad y justicia de los indígenas. Dando por sentado (espero no equivocarme) de que todas las mujeres y varones de México y de Chiapas ya leyeron por lo menos las obras narrativas antes dichas, en esta entrega daremos una visión especializada de la impulsora del movimiento feminista que en los años sesenta estaba enterrado en la cocina y en las oscuras alcobas, pero que nuestro orgullo creativo de mayor trasdendencia internacional que es Rosario Castellanos Figueroa, impulsa con escritos en el diario Excelsior y por otros medios, pues desarticulada del mundo mojigato, hipocritón e ignorante del Chiapas en que nació a las ideas y las percepciones primas, Rosario sin duda conocía las movilizaciones de mujeres en Estados Unidos, Suecia, España y otros países europeos a finales del siglo XIX, y las que en México y América Latina se efectuaron en las décadas de los veinte y cincuenta del siglo XX, pero que en los sesenta eran conceptos fantasmales donde el predominio de la abnegación, la violencia y la discriminación contra las mujeres erala cruz que Cristo (decía la iglesia) las mandó a cargar con maridos irresponsables, borrachos, infieles, golpeadores, porque para las iglesias, las mujeres no son dueñas de sus ideas y mucho menos de sus cuerpos, por eso en Chiapas hoy en día (y en todo el país) no existe una política de control natal que impida la multiplicación de la pobreza, pues mientras la tasa de natalidad siga siendo superior a la de cecimiento del PIB, podrán gastarse el 100% de los presupuestos en los pobres y éstos seguirán crevciendo como conejos, ratones o cucarachas.

Rosario es una mujer que trasciendo su género y las amarras de su tiempo, intelectualmente va mucho más allá de Sor Juana Inés de la Cruz porque hila ideas perturbadoras para las buenas conciencias de las mojigatas clases dominantes y de una clase media más conservadora y comodina que tiene más miedo de perder su ubicación en la nómina, que de romper sus cadenas y ser enteramente libre por la vía del conocimiento y la particiáción activa en la política, en la empresa o donde sea pero como protagonista y no como parásitos. Rosario no se contenta con votar, ser votada o con que el dictador Balaguer decretara que todos los gobernantes de las provincias tenían que ser exclusivamente mujeres, supone Rosario en virtud de que ganó el poder gracias a la capacidad de liderazgo y movilización que las mujeres siguen demostrando, al menos en mi partido y en mi casa donde aparte de mi tercer hijo que es Carlos Armando (por terminar ingeniería civil) se han criado tres mujeres extraordinarias: Pilar que es pintora y vive en Bristol; Ximena que estudio medicina y hace su año de hospital en Comitán y Natalia, la chunca que comienza el lunes 10 de agosto la licenciatura en matemáticas en mi alma mater, que es la UNAM. Por eso, por mis hijas y el respeto de las mujeres que se respetan y trascienden los estereotipos, es que me emociona Rosario, pues rebasa el mundo y las ideas de ese mundo cuasi medieval en que creció y a los 21 años ya tenía altura para volar como las águilas y posarse sobre las serpientes, roedores e insectos.

Hay que recordar que en 1953 se reconoció en México el derecho al voto de las mujeres. Ese suceso histórico, coincidió con la publicación de los ensayos de contenido filosófico de la escritora chiapaneca, pero como veremos en un escrito de Elena Urrutia en la Revista de la UNAM, Rosario fue mucho más allá de una clase política conservadora, misógina y bastante timorata entre los años 40 y 60 que es cuando se extravían los postulados sociales de la Revolución Mexicana y nuestra Rosario comparte banderas con otras intelectuales como la dramaturga y directora de teatro Maruxa Vilalta, la loquísima poetisa Pita Amor, la escritora Elena Poniatowska y la misma Elena Urrutia de la que tomamos su Despertar de la Consciencia Feminista , quienes también lucharon por los derechos de la mujer mexicana y sentaron las bases para que otras activistas y escritoras se forjaran en el feminismo, entre las segundas están Margarita García Flores y Alaíde Foppa que fundaran en los años setenta la Revista Fem y actualmente como que hay muchas más ONGs y lideresas feministas, que ideas, realizaciones y liderazgos femeninos, pues solo el PRI ha tenido tres dirigentas nacionales (María de los Ángeles Moreno, Dulce María Sauri Riancho, Beatriz Paredes Rangel) y el PRD lleva dos dirigentas nacionales: una de ellas electa, Amalia García (hija de exgobernador priísta y actual gobernadora de Zacatecas) y la otra, interina de Cuauhtémoc Cárdenas que igual le hereda unos meses el gobierno del DF, Rosario Robles Berlanga. El PAN nunca ha sido dirigido por mujeres, sigue defendiendo que el papel de las mujeres es el reproductivo, la crianza y la educación de los hijos, y no les concede el derecho a decidir sobre sus cuerpos, admite solo a regañadientes la planificación familiar (proponen el método rítmico y apenas el condón) pero son francos opositores al aborto y un beso en ciudades gobernadas por ellos era motivo de cárcel y multas por faltas a la moral todavía el año pasado en Guanajuato.

Dejo pues el documento referido para dar cuenta del perfil y el pensamiento feminista de Rosario, lo cual como decía en la anterior entrega del martes, motivó que logias femeninas chiapanecas y del país adoptaran su nombre en lugar de Isis y otros milenarios nombres. Lo dejo para que las feministas recuerden y combatan que en Chiapas la pedofilia se practique con impunidad y la trata de niñas sea un santuario mundial, que en comunidades indígenas y campesinas (en colonias urbanas en menor medida) hay padres que venden o comercian sexualmente con sus hijas y lo peor, las inician y embarazan con singular cotidianidad; que noten que en este Chiapas la ausencia de políticas públicas para evitar la sobre población es una condena a multiplicar la pobreza extrema y que el aborto es un tema evadido por la ley pero abordado a diario por infinidad de mujeres, más por necesidad y miedo que por consciencia de sí mismas y del entorno oscurantista en que se desenvuelven.



Despertar de la conciencia feminista
Por Elena Urrutia (en la Revista de la UNAM)


Que lean sus libros quienes no han tenido acceso a ellos y los relean quienes los conocieron, cita José Emilio Pacheco las palabras de Ezra Pound ante el féretro de T.S. Eliot, en su nota preliminar, cuando en 1974 prologa El uso de la palabra (1) una recopilación de textos periodísticos de Rosario Castellanos que estaba a punto de salir cuando su autora murió inesperadamente, y que vio la luz de manera póstuma, precedida de esta introducción profundamente conmovedora, que ahora Andrea Reyes re produce como un apéndice al primer volumen de Mujer de palabras (2) Los ensayos reunidos en este grueso primer volumen, y a lo largo de seiscientas nueve páginas que cubren un periodo que va de 1947, cuando Castellanos empieza a publicar ensayos y estudia en la Universidad Nacional Autónoma de México, hasta septiembre de 1966 después de la renuncia a su puesto en la UNAM y su salida de México por un año para ir a impartir clases a los Estados Unidos, ensayos que sacan a la luz una parte de su cuantiosa producción inexplicablemente ignorada como señala su compiladora Andrea Reyes, y revelan un ángulo más rico, variado, plural de nuestra autora. Había, en efecto, un sinnúmero de ensayos no recopilados; no sólo los artículos de las páginas editoriales del diario Excélsior para el que colaboró Castellanos asiduamente de 1963 hasta su muerte en 1974. Encontré, dice Andrea Reyes, no cien ensayos no recopilados sino trescientos treinta y ocho. Si se añaden los ciento setenta y nueve publicados en las antologías, su producción total en este género suma por lo menos quinientos diecisiete ensayos. Rosario Castellanos fue, en verdad, una prolífica ensayista.

Dígalo, si no, su tesis Sobre cultura femenina (3) que, si bien fue publicada en 1950, conoció una difusión restringida que ahora se verá resarcida con creces gracias a la edición que el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar. A la primera publicación de ensayos
reunidos en 1966, Juicios sumarios, siguió Mujer que sabe latín (1973) y, póstumamente, El uso de la palabra (1974) mencionado poco antes y El mar y sus pescaditos (1975) y, por último, los cuatro ensayos re c o g idos en Declaración de fe, sacados a la luz por Eduardo Mejía para Alfaguara, en 1977. Gracias al rescate exhaustivo que entregarán los tres volúmenes de Mujer de palabras para leer y]releer, rescate que cumple diversas funciones por supuesto la de poner al alcance de cualquier persona, en una lectura deleitosa, fuentes de primera mano para toda suerte de estudios que quieran centrarse en el periodo abarcado, se amplía para sus estudiosos y estudiosas el horizonte de los compromisos e intereses, obsesiones y preocupaciones de esta notable pensadora y aguda crítica de su medio intelectual, social y político.

Denuncia en los 40 la opresión el mundo indígena
Si su obra poética nos entrega, como diría José Emilio Pacheco, los poemas más trágicos y dolorosos de la literatura mexicana reunida en 1972 en el volumen titulado Poesía no eres tú; su primera producción narrativa, la trilogía indigenista más importante de la narrativa mexicana del siglo XX, que comprende las novelas Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962) y los cuentos de Ciudad Real (1960), que ponen ante el lector la opresión del pueblo indígena trayéndola a un presente que rebasa con creces los límites del siglo XX; sus otros dos libros de relatos nos descubren, en Los convidados de agosto (1964), los prejuicios de la clase media provinciana, y en Álbum de familia (1971), a la clase media urbana. Póstumamente vieron la luz su farsa teatral El eterno femenino (1975) y su novela, escrita desde 1964 y rescatada del olvido por Eduardo Mejía, publicada con el título de Rito de iniciación (1997). Pues bien, celebramos ahora el primero de los tres volúmenes de artículos rescatados de Rosario Castellanos. Por razones metodológicas los textos han sido clasificados bajo siete temas principales: literatura, la vida en México, Israel, anécdotas autobiográficas, la mujer, el mundo (asuntos internacionales), y la maternidad, en combinación con la educación de las nuevas generaciones. Ante un universo tan amplio reduzco necesariamente el corpus de aquellos textos en los que me voy a centrar.

Quien ha confesado (4) Yo pertenecí a este tipo de niños que usan prematuramente anteojos, son precoces, aman las palabras y la [UTF-8?]sinceridad con un último agravante: era niña. Y tal vez consciente de mi culpabilidad doble, pedía constantemente perdón por mi presencia escondiendo las manos detrás de la espalda y los pies debajo de las sillas, esa niña de gran inteligencia y sensibilidad estaba destinada, irremediablemente, a crecer y desarrollarse en el mundo de las palabras, a inclinarse hacia las personas marginadas y entre ellas, por supuesto, las mujeres. Nos llama particularmente la atención el nutrido número de escritoras, periodistas, fotógrafas, poetas, cineastas, investigadoras o maestras de las que se ocupan los artículos, ya que podría decirse lo mismo en lo que respecta a sus contrapartes masculinas de actividades similares. Lo que es en verdad llamativo es la denuncia que esta escritora comprometida con sus congéneres como lo fue sostenidamente con los indígenas hace de su condición, varios años antes de que en nuestro medio fueran verbalizados consistentemente tales reclamos.

Si en 1957, en un texto que es un homenaje a Concha Urquiza (5) Castellanos señala que en México la protesta femenina no ha sido nunca descarada y franca (que) la actitud inicial es la de aceptar, sin discusión de ninguna índole, la situación de inferioridad que viven las mujeres. No esperemos pues dice encontrar proclamas rebeldes, feministas emancipadas con deseos de hacer prosélitos. Al contrario, mujeres que como saben un poquito más que las otras les aconsejan que nunca, nunca y por ningún motivo intenten salirse de la regla. Y si alguna vez lo hacen, escribiendo por ejemplo, empleen para ello la receta del jarabe más inocuo. Sin embargo, en 1963, al referirse a la revista Rueca, señala que su singularidad consistía en que, a pesar (las cursivas son mías) de estar dirigida por mujeres, alcanzaba un nivel más que decoroso en la selección de los materiales y en su presentación: una forma un tanto ambigua y condescendiente de parte de Castellanos para destacar esta labor de muy buen nivel, una de cuyas últimas animadoras fue Helena Beristáin, objeto del artículo en cuestión. Es en ese año de 1963, en diciembre, cuando Castellanos escribe no sólo la palabra feminismo con todas sus letras (6) Feminismo a la mexicana titula al artículo aparecido en Excélsior, sino que se refiere a él, varios años antes de que en nuestro país se levante la nueva ola feminista. Como en muchas otras ocasiones, el comentario a un libro o a un estudio es el detonador de las reflexiones de Castellanos.

Una misteriosa M. Loreto H., autora del estudio Personalidad de la mujer mexicana da pie a la editorialista para destacar que el hecho y la situación de que, a pesar de las disposiciones legales, en las que siempre nos mostramos tan avanzados y tan generosos la sorna de Castellanos no se hace esperar a pesar de tales disposiciones legales (derecho del voto y ser votadas), las mujeres siguen viviendo y actuando como sujetos inferiores dentro de nuestra sociedad. A continuación hará un recuento de las diferencias que se establecen ya desde el nacimiento de un niño o una niña y los matices que las diversas clases sociales imprimen a tales etapas de la vida y las que siguen: infancia, juventud, matrimonio, maternidad o ausencia de la misma, para llevarla al fin a preguntarse cómo es que las mujeres, aun las emancipadas, las creadoras, no aprovechan sus medios de expresión para una rebeldía franca sino apenas para emitir un débil gemido, cuando no para predicar la abnegación, la humildad y la paciencia. Todavía señalaros hombres necios que acusáis... de Sor Juana sigue siendo nuestra protesta más audaz. Habría que preguntarse concluye por qué el feminismo, que en tantos otros países ha tenido sus mártires y sus muy respetadas teóricas, en México no ha pasado de una actitud larvaria y vergonzante. ¿Es masoquismo? ¿Es temor al ridículo? En esa década de los sesenta, justamente, muchas mujeres en nuestro país [UTF-8?]—como en [UTF-8?]otros— empezamos a ser conscientes del malestar que experimentábamos, a buscar explicarnos las causas de nuestra marginación, de nuestra opresión: a nombrarlas.

Con cruel ironía, Rosario Castellanos, en el artículo que titula Costumbres [UTF-mexicanas (7) describe los avatares de un matrimonio común y corriente con los consabidos ingredientes de subordinación, hijos, enrarecimiento y estrechamiento del ambiente hogareño, infidelidades del cónyuge, para rematar dirigiéndose a esa señora cuyo caso ha servido de modelo exhortándola a ejercer su virtud, cardinal (que) es la paciencia y si la ejercita le dice, será recompensada (y se apresura a consolarla): a los noventa años, su marido será exclusivamente suyo (si es que ha sabido evadir los compromisos y usted ha tolerado sus travesuras). Le aseguramos concluye que nadie le disputará el privilegio de amortajarlo. Con armas tan poderosas como pueden ser directamente la mofa, la ironía, la burla fina o el sarcasmo, Castellanos cumple cabalmente con aquello que viene echando de menos en las mujeres de su país: la denuncia de un estado de cosas que resulta intolerable para la mujer, lo mismo planteada directamente, sin ambages, que administrada en forma caricaturesca o satírica, y si además la plataforma de lanzamiento la constituye un foro tan leído como fue el Excélsior de la época dorada de Julio Scherer, la eficacia no podría haber sido mejor.

La reflexión sobre la actualidad se despierta con la lectura del testimonio que la historiadora Josefina Muriel da acerca de Las Indias caciques (8) Castellanos señala que desde que en México se concedieron a la mujer los derechos cívicos, nos llenamos la boca hablando de la igualdad conquistada. Y, sin embargo, basta el más somero análisis de las circunstancias reinantes para comprender que es una igualdad como la de los indios en relación con los blancos: legal, pero no real. De hecho las mujeres continuamos ocupando un lugar de confinamiento y ninguno de los esfuerzos aislados de algunos casos excepcionales en las artes, en las ciencias y aun en la política, han sido suficientes para modificar los estamentos sociales, para poner en crisis los tabúes establecidos, para asumir una posición de dignidad humana. No cabe duda que esos eran de transición (9) testigos de una transformación lenta, casi imperceptible, una revolución incruenta que hizo que las mujeres, poco a poco, empezaran a salir de sus casas para desempeñar trabajos asalariados, es cierto que fundamentalmente en los servicios, y muchos de ellos como una extensión de aquellos desempeñados dentro del hogar pero, finalmente, reconocidos mediante una paga todavía es prematura la denuncia de la desigualdad de pago por el mismo tipo de trabajo, este reclamo viene después del que plantea el derecho al trabajo remunerado; en esa época la atención se centraba en las resistencias que las mujeres tuvieron que vencer para ganar la calle, venciendo prejuicios caducos. Castellanos explicaba que la guerra la Segunda Guerra Mundial aceleró este proceso en Europa y en los Estados Unidos al impulsar a las mujeres a ocupar los puestos que en fábricas y oficinas dejaban vacantes los hombres movilizados, pero en 1965 todavía resultaba también prematuro hacer la reflexión que Betty Friedan hizo en La mística femenina acerca del desencanto de esas mujeres que habían descubierto el trabajo fuera de casa pero que se vieron expulsadas del mismo al reincorporarse los combatientes a las tareas de la vida civil. Desencanto y malestar que finalmente habría de ser motor, entre otras cosas, para impulsar la nueva ola del feminismo que empezaría a levantarse hacia finales de esa década de los sesenta y principios de los setenta.

Llama la atención su compromiso con sus congéneres, como lo fue con los indígenas.
En octubre de ese mismo año 1965 (10) Rosario Castellanos palpa de manera directa ese malestar en la novela La brecha de la escritora chilena Mercedes Valdevieso, cuya protagonista padece un malestar difuso, que no se localiza en ningún punto determinado, pero que tiñe el horizonte entero, que envilece la atmósfera hasta hacerla irrespirable, al punto que re c u r re al divorcio logrando con ello su crecimiento como persona. En torno al control de la natalidad (11) en una época que nuestro país estaba lejos todavía de echar a andar una verdadera política que tendiera a frenar la explosión demográfica que padecíamos, Castellanos no sólo escribe sobre el tema, sino que, además, se atreve a decir que es a las mujeres a quienes habría que preguntar qué opinan del control de la natalidad considerándolas, como se les considera hoy: meros objetos, aparatos (por desgracia insustituibles) de reproducción o criaturas subordinadas a sus funciones y no personas en el completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y de sus derechos. Porque, en efecto, por encima de las decisiones gubernamentales o familiares, está el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo y los procesos que en él ocurren.

Quiero, para terminar, destacar el momento en el que Rosario Castellanos se auto nombra feminista. ¿Qué haremos escriben las feministas autóctonas? Se ha referido en su artículo Un bosquejo de Balaguer: las gobernadoras (12) al gesto que tuvo este presidente dominicano de decretar que los puestos de gobernadores de provincia fueran desempeñados, sin excepción de ninguna clase, por mujeres. La razón aparentemente sencilla de haber sido movido por la gratitud en vista de que durante su campaña las mujeres se mostraron particularmente activas y sentirse deudor hacia ellas de gran parte de su triunfo, no parece convencer a Castellanos quien al lanzar esa pregunta acerca de que hacemos las feministas autóctonas intenta encontrar con gran humor alguna explicación plausible, al tiempo que critica, por la turbiedad de sus orígenes, a quien entrega a las mujeres dominicanas un don tan inesperado como gracioso: el don de gobernar. Por si alguien tuvo en algún momento duda acerca del temprano despertar de la conciencia feminista de Rosario Castellanos, la lectura de estos textos que empiezan a ser escritos cuando la autora tiene veintidós años confirma su existencia.

Notas de pie de página

1 Rosario Castellanos, El uso de la palabra Excélsior (Crónicas),
México, 1974.
2 Andrea Reyes, Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario
Castellanos, compilación, introducción y notas de A.R., Coneculta,
México, 2004.
3 Rosario Castellanos, Sobre cultura femenina, Revista Antológica
América, México, 1950.
4 Rosario Castellanos, Suma Bi b l i o g r á f i c a, núm. 8, noviembre- diciembre
de 1947.
5 Rosario Castellanos, Presencia de Concha Urquiza ,Letras Pa -
trias, núm. 5, 1957.
6 Rosario Castellanos, Feminismo a la Mexicana, Excélsior, 7 de
Diciembre de 1963.
REVISTA
7 Rosario Castellanos, Costumbres mexicanas, Excélsior, 25 de
enero de 1964.
8 Rosario Castellanos, Las Indias caciques Excélsior, 8 de febrero
de 1964.
9 Rosario Castellanos, de transición, Excélsior, 16 de enero
de 1965.
10 Rosario Castellanos, Historia de una mujer rebelde: de Nora,
de Ibsen, al presente, Excélsior, 23 de octubre de 1965.
11 Rosario Castellanos,Y las madres, ¿qué opinan? Control de la
natalidad, Excélsior, 6 de noviembre de 1965.
12 Rosario Castellanos, Un bosquejo de Balaguer: las gobernadoras,
Excélsior, 2 de julio de 1966.
















POEMAS EN PROSA Y VERSO DE DERLY RECINOS

Noticia pluvial

Hace varios días que se comenta la lluvia, es frecuente que se mencione. Me pregunto si la lluvia es posible cuando se nombra, que de tanto decirla se precipite. La tierra, me cuentan, está dispuesta al agua, las semillas se secaron lo suficiente, están ya bien sujetos los nidos y los pájaros aletean con severidad. El deseo es pluvial y único. Los campesinos tienen la lluvia en los ojos, de ahí partirá a los campos; las mujeres guardan en su voz la semilla de donde nacerá el agua para precipitarse en tormenta. Los infantes en sus juegos hacen crecer el viento que traerá la llovizna, los abuelos pacientes elaboran el olor de la lluvia en sus butacas, la elaboran con el recuerdo de otros aguaceros. De uno a otro hemisferio el ánimo convoca. Yo espero fiel que la lluvia humedezca tu cuerpo.


I
Aves

Las aves convocan aves, y las aves vienen y vuelan, sobrevuelan. Agrupadas y en perfecta armonía enmiendan los orificios del viento. Se divisan cicatrices, tejidos que sobre la piel del viento las aves hilvanaron para salvar la transparencia, esta misma por donde sube y baja la mirada, por donde se escapa y defiende la mirada, por donde sueña y despierta la mirada. Acudieron, en parvadas, a devolver el equilibrio pues ha de cruzar por la tarde el perfil de tu cuerpo.


Árbol del tiempo


Escribo desde este horizonte que concluye, con el sol que se oculta escribo; escribo sobre la última luz, mínima, en fuga. A esta hora desciende con la oscuridad mi voz, atardece mi tono. Qué luz habrá de conducir este anochecido cuerpo, por cual alvéolo se prolongarán las sombras enceguecidas del tiempo. Pero la penumbra es una carta, un segundo nocturno que sueña sobre la hoja; la penumbra es de papel, es un cuento que se narra. En la opacidad me oculto, escribo y existo sólo en lo narrado, he de concluir en fábula. Escribo desde esta oscuridad que dejó un horizonte de negrura: hubo una vez un ave, y un tiempo …un árbol del tiempo.

Ciudades
I
La ciudad y su diario transitar es una escena conocida, predecible. No sorprende el calor, la gente que se empeña en ir y venir, de un lado a otro como si fuera necesario; no sorprende ni el ruido en las calles. Te cuento que es extraño, esta arcaica avenida no hace otra cosa que vomitar autos. Es un paisaje insólito. Sólo tú detienes el tiempo y el ruido y el calor y los autos, y te apareces, así, para inventar otro país desde tus ojos.


II


No es suficiente con agotar avenidas, delirar sobre el calor y las enormes tazas de interés que se pagan por continuar esperando. Salir a la calle a resolver lo cotidiano, a digerir el ruido de los autos, el gentío que no entiende su estatura de peatón, el escándalo de voces, los comercios que envejecen con su histeria. No merece temblor el silencio, no produce sudor la silueta. La tarde se detiene en la luz panorámica y última del anuncio. La ciudad no está de humor para soñar. Una mujer espera el minuto exacto, el viento justo, la distancia precisa, las ganas auténticas para cruzar la calle.

Antipoética

I
Qué importancia puede tener la palabra. La palabra dicha o escrita, nace y muere al mismo tiempo, sin intervalos. Escribir es hacer basura, manchar hojas, deforestar bosques; hablar es contaminar el aire. A quién ha importado alguna vez el lamento, quien ha hecho de un adiós su desayuno, una puerta, un hogar… qué compone un adiós. Las metáforas son insuficiencias lingüísticas, parvedades sintácticas, gramática mal aprendida. Los rabos de la escritura que los poetas cantan no pueden nacer mas que del miedo, de la incapacidad para denunciar con claridad su apego o su rechazo. Un poema no esquiva la metralla, no deshace la pobreza. Los cuentos no precipitan la lluvia, ni hacen crecer árboles en las montañas: los héroes son únicamente de papel. Mentimos al hablar; al escribir se engaña, nos engañamos.
II
He dicho nace, procúrate hojas, da frutos y no ocurre nada. Alzo la voz para que las aves vuelen en deltas y la lluvia no cesa de caer. Digo al calor no crezcas hasta arder los llanos, y la flama y el humo sangran los campos. Sugiero a los autos deslindarse del ruido y se atropella mi oído con sus gritos. Si el hambre es la respuesta del odio no lo pronuncio, pero la ira hace señas todo el tiempo. Si el temblor derrumba montañas, pronuncio que se levanten las rocas, que los árboles se alcen, y no pasa nada La poesía no remedia el mundo, el poeta no es un Dios.



Signos
I
Hace varios días llueve
en el cine en el parque en las plazas
en toda la ciudad llueve
llueve
llueve.

No hay lugar para marcar el rumbo
todo se disuelve en agua constante
en arrollo citadino
en complicidad torrencial.

No puedo mostrarte
no puedo dejarte algún broche de mi palabra que te indique:
en este recinto de la lluvia te espero.



II

Ven
viaja hacia el recinto donde se pronuncia la palabra
la primera curva del sonido
el rugido original

donde se acentúa en coro el llamado a volcar la desnudez.

Acércate
la voz en el rostro del viento formará remolinos
habrá segundos que ultrajar

Causa el temblor
el quejido

responde al asedio cuando la flama no deje otra respuesta que la carne
otorga humedad como único refugio.

Suspende
de tajo
tu historia ingenua
de esperar.


Aves
Las aves sobreviven al viento
se envisten contra él
lo distraen

Vuelan en parvadas para resistir
el intempestivo desprecio.

El viento es un manotazo transparente
y lo saben
y se reúnen,
y burlan el curso del aire o se deslizan ensimismadas.

Las aves se pasean soberbias por el día, mientras el viento
sacude sus alas, las empuja hacia la tarde:
por eso graznan su queja.

En los árboles las aves alegan la estrategia,
se alteran,
se envisten

Han rivalizado así durante largas horas de sueño

El brazo del viento es una telaraña que anuda la fuga con su cordel de remolino.
Imposible migrar,
imposible acudir a la frontera del aire,
donde germina tu voz como germinan los latidos del tiempo.


WILLIAM OSPINA AL RECIBIR PREMIO RÓMULO GALLEGOS:
ELOGIO DE LAS CAUSAS


Discurso de William Ospina al recibir el Premio Rómulo Gallegos, este domingo 2 de agosto de 2009, en Caracas. Tomado del sitio de la Fundación Centro Lationamericano Rómulo Gallegos.
Es para mí un honor y un compromiso llegar a esta tribuna del Premio Rómulo Gallegos, que, como bien lo dijo aquí mismo Fernando Vallejo, es una de las más altas de América.
Entre los muchos hechos que me han traído hasta aquí, quisiera mencionar dos hechos que ocurrieron hace unos veinte años.
Empezaba la conmemoración del quinto centenario del llamado Encuentro de los Mundos, y esa circunstancia me hizo concebir el proyecto de un libro de poemas en el que se oyeran las voces milenarias del continente. Me parecía que en un mundo tan antiguo nosotros no podíamos tener quinientos años; era una desventaja tener apenas quinientos años; y con ese libro de poemas, [UTF-8?]“El país del [UTF-8?]viento”, intenté despertar en mí la conciencia de un pasado más hondo y más complejo.
También entonces me pidieron escribir la parte inicial de una [UTF-8?]“Historia de la poesía [UTF-8?]colombiana”. Yo intenté brindar allí una muestra de la vasta y dispersa poesía de los pueblos indígenas de Colombia, y después me interné por los meandros de la más ambiciosa de las crónicas de la Conquista, las [UTF-8?]“Elegías de varones ilustres de [UTF-8?]Indias”, de Juan de Castellanos.
No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casi infinita. Juan de Castellanos, un poeta bastante descuidado por nuestra tradición, calumniado por una crítica doctrinaria, es el fundador de la poesía escrita en español en República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad, Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador y el mundo amazónico. Leyendo ese libro convulsivo e iluminado, ese objeto apasionante de observación y de erudición, yo viví mi personal descubrimiento de América.
Algunos censuraron que yo intentara rescatar del olvido, o del desdén, esa crónica abrumadora escrita en octavas reales a la algunos sabios españoles le habían negado todo vuelo poético. Pero yo hallaba poesía en cada página, pasaba tardes enteras conmovido por las batallas, sorprendido por el vuelo de los pájaros, entretenido por las astucias de los guerreros, deslumbrado por el espectáculo de los pueblos nativos, sobrecogido por la irrupción de los jaguares y de los caimanes, asombrado por la minuciosa descripción de los atavíos de los jefes de Cumaná o por la artesanía de las flechas, hechas con varas tostadas de palma y mortalmente terminadas con puntas de diente de tiburón y puyas de raya. Alguien ha dicho que hay libros que tienen [UTF-8?]“todo el abigarramiento de la selva y toda la erudición del [UTF-8?]Renacimiento”: yo reclamaría ese honor para las [UTF-8?]“Elegías de varones ilustres de [UTF-8?]Indias”, de Juan de Castellanos, bajo cuyo influjo he trabajado durante tanto tiempo, y de las que espero todavía aprender muchas cosas.
Mientras me adentraba por la obra de ese hombre humilde de Alanís que tuvo la suerte y la valentía de descubrir y de nombrar un mundo, me sorprendió que en 1992, cuando se conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro en los billetes de mil pesetas, los que más circulaban en la península. Sentí que España seguía envanecida de sus triunfos guerreros, celebrando el costado épico de la Conquista , que es el que a nosotros más nos aflige, persistiendo en la leyenda insostenible de que esos guerreros fueron paladines de la civilización, y olvidando al mismo tiempo la labor de quienes intentaron verdaderamente establecer la alianza de los mundos, de quienes denunciaban el horror de la Conquista como Bartolomé de las Casas, de quienes interrogaban el mundo americano, como Gonzalo Fernández de Oviedo, de quienes buscaban desesperadamente nombres para todas las cosas, de quienes, más allá de la ambición y la codicia llegaron a amar el territorio, procuraron comprender las culturas indígenas, e iniciaron el mestizaje de la lengua, como Juan de Castellanos.
España había hecho obra de verdadera civilización, pero no lo sabía o no quería saberlo. Prefería envanecerse de haber fundado el imperio más grande del mundo, repetirse que bajo la corona de Carlos V no se ocultaba el sol, porque cuando oscurecía en las sierras de oro de California ya estaba amaneciendo sobre los arrozales de Manila. Y yo lamenté que, fiel a una suerte de envanecimiento bélico, sólo quisiera rendirles culto a sus guerreros, y se olvidara de sus sabios y de sus poetas.
En 1998 fui invitado a participar en los Cursos de Verano del Escorial, y tuve la oportunidad de corregir el libro que escribía entonces sobre Juan de Castellanos, [UTF-8?]“Las auroras de [UTF-8?]sangre”, en un hotel en la parte alta de los bosques desde donde se ven las torres del palacio de Felipe II. Y recuerdo que una tarde caminé a solas alrededor de aquella fortaleza impresionante, diciéndome que la España del Renacimiento había sido capaz de labrar esa geometría de rigor y de piedra, pero que en nuestra tierra un solo hombre, al que la experiencia y el amor habían hecho americano, había construido con palabras un monumento aún más perdurable.
No sé si será lícito comparar obras tan disímiles, pero ambas son fruto del talento humano y de su vocación de eternidad, y es de siempre esa emulación entre las palabras y las piedras. Borges nos ha contado que el primer emperador chino, que ordenó construir la muralla, fue el mismo que ordenó en vano quemar los libros; y Nietzsche dijo poderosamente que es más fácil romper una piedra que una palabra.
Fue en un par de pequeños libros editados por Monte Ávila donde conocí la obra de Juan de Castellanos. Eran dos selecciones antológicas del poema, y una de ellas se llamaba [UTF-8?]“Elogio de las islas [UTF-8?]occidentales”. Parecían dos pequeños volúmenes, pero cuando los abrí eran mares y selvas, ríos y serpientes, tempestades y muertes; estaban hechos de observación, de paciencia, de esplendor y de sangre, y me produjeron la sensación ineluctable de estar conociendo mi origen. Contaban a menudo hechos muy dolorosos, pero yo sentí, a quinientos años de distancia, que bien podían ser ciertas para nosotros aquellas palabras de Homero: [UTF-8?]“Los dioses labran desdichas, para que a las generaciones humanas no les falte qué [UTF-8?]cantar”.

Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hacen sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo territorio y de la misma aventura.
Yo he notado que estas novelas que he escrito, [UTF-8?]“Ursúa” y [UTF-8?]“El país de la [UTF-8?]canela”, y que son mi interrogación de quién soy como colombiano, siempre comienzan en Panamá, siempre pasan por Quito y por Cuzco, siempre cruzan por Manaos, y siempre terminan en Margarita y en Santo Domingo. Me gustaría decir de mi patria lo que dijo Carlos Mastronardi de su querida provincia:
Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre.
Ese abrazo de sierras, de aguas y de islas define a la Colombia de mis sueños: menos un mapa que una pregunta, menos unas instituciones que una memoria, menos una certeza que un asombro inconcluso.
El poema me condujo al ensayo y el ensayo me llevó a la novela: por ello entre esos géneros yo no puedo escoger. Como estados de la materia, como personas de la divinidad, como facultades de la conciencia, como contiguos laboratorios del lenguaje, los géneros se influyen y se aproximan, se apartan y se reencuentran, del mismo modo que en la vida pasamos sin pausa del deslumbramiento a la reflexión, de la reflexión al relato.
Emily Dickinson lo ha dicho de un modo más fino:
Después de un gran dolor un solemne sentido nos llega,
los nervios reposan severos, como tumbas,
el afligido corazón se pregunta si era él quien sufría,
y si fue ayer, o siglos antes .

La Conquista fue nuestra gran tragedia continental: el gran dolor que guarda para nosotros un solemne sentido. Yo siempre me digo que si bien hubo en su curso muchos crímenes y atrocidades, los hijos de la América Latina no podemos considerar aquella historia como un crimen. Estanislao Zuleta solía recordar que Hegel definió la tragedia como esa situación en la que dos posiciones que tienen cada una su validez se enfrentan y no pueden encontrar una síntesis. Durante mucho tiempo la Conquista fue ese enfrentamiento de posiciones que se validaban cada una a sí misma pero no podían encontrar una síntesis. Aquellos mundos asombrosos: el mundo de los aztecas, de los mayas, de los incas, el esplendor de sus arquitecturas, la finura de sus diseños, la rica narrativa de su orfebrería, la complejidad de sus mitos, el milagro de sus civilizaciones, se validaban totalmente a sí mismos; y aquellos invasores ferozmente cristianos, increíblemente arrojados, despiadadamente ambiciosos, parecían venir llenos sólo de arbitrariedad, de brutalidad, utilizando sin restricción esas armas mortales, los caballos, los perros, la pólvora y el hierro forjado.
Yo he dedicado buena parte de mi vida a tratar de descubrir si esos varones arrogantes y monstruosos, los Cortés y los Pizarro, los Alfinger y los Belalcázar, los Alvarado y los Ursúa, agotan el sentido de la Conquista. Me conmovió más que detrás de ellos hayan venido algunos hombres llenos de sensibilidad y de respeto, en los que había mucho más que ambición y mucho más que crueldad: porque esos hombres nos ayudaron a encontrar esa síntesis que la primera conquista no permitía.
Nunca podremos renunciar al juicio severo de la historia; no podemos dejar de señalar los crímenes y de reivindicar a las víctimas; no podemos demorar por más tiempo la recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la Conquista. Pero tampoco podemos renunciar al reconocimiento del asombro y de la curiosidad, a reconocer los diálogos donde los hubo, a admirar los encuentros y los descubrimientos.
Después de cinco siglos de diálogos, de influencias y de mestizajes, no quedan en nuestra América muchos habitantes nativos del territorio, pero también podemos afirmar que quedan muy pocos europeos, que aquí ya casi todos somos mestizos por la sangre o por la cultura. A mí me basta visitar una comunidad nativa para entender que no soy indígena, pero me basta ir a Europa para descubrir que no soy europeo. Y sé que si yo no lo descubro, ellos se encargarán enseguida de recordármelo.
A nosotros nos ha tocado el curioso destino de deplorar la conquista de América en la lengua que nos dejó esa conquista, pero también de avanzar en la demostración de que la lengua que trajeron los conquistadores no es ya la lengua que hablamos. Cinco siglos de sueños y de desmesuras, de asombros y de interrogaciones, de sufrimientos y de deslumbramientos, de aventuras y de maravillas, no sólo han transformado esta lengua sino que la han convertido en una lengua americana, de tal modo, que es evidente que España no es ya la dueña de la lengua sino sólo una de sus provincias.
La parte más compleja del idioma, la más agitada, hoy, y la más perpleja, palpita de este costado del mar, y ello no significa que España no cree y no sueñe. Significa que de este lado del mar están hace ya mucho tiempo las tierras sedientas donde se sueñan los Quijotes, las fronteras culturales que engendran los culteranismos, las tierras de nadie donde se descubren los ríos profundos y las selvas del alma.
Hace diecisiete años, cuando se conmemoraba el quinto centenario, había personas sensibles y conmovidas que querían salir a las costas de República Dominicana a decirle a Colón que no desembarcara. Era un ilustre sueño, como para Bradbury, para escritores de ciencia ficción. Pero todos sabemos que es tarde para decirle a Colón que no desembarque. No sólo vibra y resuena por todas partes en América esta lengua que es hija rebelde de esa conquista, sino que aquí ha vivido algunas de sus más altas aventuras, y ha forjado algunas de sus más bellas músicas.
Nadie puede negar, ni siquiera en España, que nunca sonó tan bella y tan dulce la lengua castellana como en los labios de ese indio nicaragüense que se llamaba Rubén Darío.
España vivió su terrible aventura americana, pero es preciso recordar que pagó por ella. Muchos americanos solemos olvidar que hace ya dos siglos le cobramos a España su deuda, y que esa hazaña de arrebatarle al viejo imperio las tierras y los sueños, esa hazaña de tomar posesión del mundo americano y de aplicarnos a interrogarlo, redescubrirlo y engrandecerlo, es lo que nos dio derecho a ser distintos, a dialogar con Europa en condiciones de igualdad. Sería triste que tuviéramos hoy mucho que cobrarle a España y a Europa: eso significaría que no creemos en la grandeza y en la contundencia de las hazañas y los sacrificios que enfrentaron aquellas generaciones heroicas que construyeron con infinitas penalidades estas patrias nuestras. Y lo que ahora tenemos qué responder es qué hemos hecho y qué hemos dejado de hacer con nuestra América, en estos dos siglos de vida independiente.
Cuando yo estudio la vida del libertador Simón Bolívar, casi no puedo creer lo que estoy leyendo. Esa aventura parecía irrealizable. Aquel hombre estaba poseído por una energía casi sobrenatural. Parece imposible sobreponerse a tantas adversidades, renacer de ese modo de las derrotas, una vez y otra vez. Ver la Primera República Venezolana derrotada por las fuerzas de Monteverde; ver al padre de estas patrias caminando solitario y vencido por las playas de Curacao, sin esperanza verosímil; y verlo entrar increíblemente victorioso un año después en Caracas, a la cabeza de una tropa de soldados de Mompox y de Mérida, de Cúcuta y de Barquisimeto. Ver la Segunda República Venezolana humeando entre las ruinas, a los propios llaneros dando muerte al sueño de la libertad, y ver a Bolívar otra vez derrotado y expulsado, caminando pobre y solo por las playas de Jamaica, después de haber presenciado las mayores desgracias. Y ver cómo ese hombre inexplicable, ante una catástrofe que habría desalentado y anulado a cualquier otro, se alza de nuevo de su derrota, ya no pensando en liberar a Venezuela y a la Nueva Granada sino convencido de que va a liberar al continente entero, es algo que conmueve y abruma. Nos da una idea distinta de nuestro propio temple, de la fibra del hombre americano.
Es notable ver cómo Bolívar se enfrentó a los que creían que la Independencia era un asunto de razas, que había que entronizar a los indios o a los negros, y expulsar a los blancos de América. Ver cómo Bolívar comprendió que, después de tres siglos de horrores y de amores, ya no se podía hablar de un continente indígena o de un continente africano, sino sólo de un continente americano. Para resucitar la Arcadia indígena Bolívar mismo habría tenido que irse; para hacer nacer la Arcadia negra y mulata de Piar, Bolívar habría tenido que ser hijo sólo de su amada nodriza Hipólita, la tierna madre que le dio el destino.
Creo que es necesario afirmarnos en nuestra memoria indígena milenaria, en la sabiduría de esas lenguas que dialogaron aquí durante miles de años con el territorio, con el clima, con la vegetación, con el cielo. Pero creo que es también necesario afirmarnos en nuestra particular condición de europeos, enriquecida para siempre por todos los aportes de la historia. Y si bien es tarde para decirle a Colón que no desembarque, no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras sociedades rindieron honores excesivos a su componente europeo, negándose a aceptar el legado de las civilizaciones indígenas y negándose a valorar el complejo, delicado y definitivamente salvador aporte de los hijos de África.
Yo diría que a un latinoamericano se lo reconoce porque su inteligencia europea esté llena de inesperados atajos indígenas, de los caminos oblicuos del pensamiento mágico. En eso tenemos un parentesco con lo más inspirado de la tradición norteamericana. En su relación con la naturaleza habría que decir que Whitman ofició en su espíritu como el último indio de Norteamérica. Que Emily Dickinson, contrariando la lógica de la línea recta y de las verdades que se chocan, nos dejó aquellas sabias palabras:
Dí toda la verdad mas dila al sesgo,
el arte está en decirla oblicuamente.

Y también tenemos un parentesco con lo más rebelde de la tradición europea. También Novalis, como si fuera un indígena precristiano, fue capaz de decir que

La poesía cura las heridas que la razón inflige.
Es aquí donde a alguien se le ha ocurrido definir al día con esta imagen:
Un relámpago con hocico de tigre.

Y hay allí una persistencia del mundo mítico indígena que no cabe del todo en el universo mental de Occidente.
A comienzos del siglo XX, Europa, hastiada de guerras y de verdades racionales excluyentes, buscaba en el lenguaje el bálsamo de otras lógicas, de otros caminos para la vida, y trató de encontrar esos recursos nuevos en la libre asociación, en la ilógica de los sueños, en la escritura automática, y engendró el dadaísmo y el surrealismo. Algunos de nuestros poetas comprendieron que nosotros teníamos en el mundo indígena y en el mundo africano esas otras lógicas que la civilización necesitaba. Y es tal vez por eso que Gallegos y Rivera, que César Vallejo y López Velarde, que Barba Jacob y Gabriela Mistral, que Borges y Neruda, que Rulfo y Aurelio Arturo, que Carpentier y García Márquez han conmovido al mundo. Han hecho nacer una literatura que ya no se debe exclusivamente a la tradición occidental, que oye los ríos profundos, que quiere capturar en las palabras el misterio de la llanura y de la selva, el barro de los huesos andinos y [UTF-8?]“el relámpago verde de los [UTF-8?]loros”. Nuestra literatura no dice: [UTF-8?]“A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del [UTF-8?]César”, sino que dice, humilde y misteriosamente:
Apoya tu fatiga en mi fatiga,
que yo mi pena apoyaré en tu pena.

Sería vanidad pretender que somos radicalmente distintos de otros pueblos, que nuestra literatura sueña cosas que otros jamás soñaron. Pero sí es posible decir que algunas cosas que ha dicho nuestra literatura suenan nuevas en el cántaro de la tradición, y que cosas que antes dijeron otros las hemos hecho salir no de nuestra memoria sino de nuestra experiencia. Aquellos versos tan nobles de Lope de Vega:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,
qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

comparten el mismo azorado asombro, el mismo peso de contrición humana que estos de César Vallejo:

Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan,
sin preguntarme ni pedirme [UTF-8?]nada…
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
Y me dan ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie,
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!

Ese desorden de los sentidos que buscaba Rimbaud, como gran instrumento de poesía moderna, y que los surrealistas creyeron encontrar en la libre asociación, en la lógica de los sueños y en un esfuerzo de arbitrariedad, nosotros lo encontramos más fácil y más naturalmente en la encrucijada de nuestras sangres y en el hondo y aún indescifrado camino de nuestras anudadas mitologías.
Pero quisiera señalar también que el cruce de las culturas europeas con las culturas indígenas pudo haberse resuelto entre nosotros para siempre en odio y en amargura, si no hubiera llegado al mismo tiempo esa fiesta del color y del ritmo, esa ternura y esa energía que son el hondo aporte de los hijos de África. Nadie como ellos nos ha enseñado a perdonar, nadie como ellos ha sabido desprenderse de los dogmas de la memoria, aceptando que la memoria está en el ritmo y en el cuerpo; nadie como ellos nos ha enseñado a entrar en el futuro sin resentimientos. El aporte de África es el más musical de nuestros componentes, y la música sabe enlazar la soberbia con la amargura, la tristeza con la fiesta, el odio con el perdón.
Creo que Juan de Castellanos lo intuyó cuando se propuso hacer de la historia de la conquista no un cuento sino un canto; pero tenían que pasar los siglos y los duelos, los amores y las guerras, los besos y las mitologías, para que nuestra lengua, reinventada en América, fuera capaz de Gallegos y de Rivera, de Othon y de Mastronardi, de Arguedas y de Cesar Vallejo, de Palés Matos y de Aurelio Arturo. Para que nuestra lengua fuera capaz de Pérez Bonalde y de López Velarde, de Neruda y de García Márquez.
Cuando ya se tiene una tradición como esa, una de las tradiciones literarias más ricas del planeta, ya no necesitamos arrepentirnos de la complejidad de nuestros orígenes. Ya podemos mirar la historia universal, y la historia de España, y la historia de América, y decirnos, con amor, como el poeta:
Se precisaron todas esas cosas,
para que nuestras manos se encontraran.
Muchas gracias.