jueves, 5 de febrero de 2009

Yuria 39 / Efraín Bartolomé



Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 15 de diciembre de 1950) psicoterapeuta y poeta. Su obra comprende los libros Ojo de jaguar (1982, 1990, 1999, 2007), Cuidad bajo el relámpago (1983), Música Solar (1984), Cuadernos contra el ángel (1987), Mínima animalia (1991), Cirio para Roberto (1993), Ala del sur (1993), Agua Lustral, poesía 1982-1987, que reúne sus primeros cuatro libros, (1994), Corazón del monte (1995), Trozos del sol (1995), entre otros. Obtuvo el premio Ciudad de México (1982), Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (1984), Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer (1992), Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (1993), Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines (1996) y el Premio Chiapas de Arte (1998).


OJO DE JAGUAR VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS
Entrevista con Efraín Bartolomé
Juan Domingo Argüelles
Juan Domingo: En agosto de 1982 apareció la primera edición de Ojo de jaguar. ¿Cómo ves el libro veinticinco años después? Efraín Bartolomé: Como un joven adulto: sano y saludable, perfectamente vivo. Nació con dientes y me da gusto ver que conserva su dentadura felina en perfecto estado. También conserva su agilidad para moverse en la selva cenagosa de la poesía mexicana. Se ha editado seis veces, tiene una edición de lujo, bilingüe, ilustrada, de gran formato. Muchos poemas de allí han sido traducidos a otros idiomas. Sigue dando de qué hablar. Me enorgullece la vitalidad que ha conservado desde la edición estudiantil de Punto de partida hasta su condición actual. Pero no dejó de sorprenderme tu observación de los veinticinco años. Lo primero que pensé fue que, a fin de cuentas, nosotros somos el retrato del libro. El libro conserva su savia juvenil y nosotros somos el Dorian Grey en el muro sobre el cual pasan los años dejando su huella inexorable.

J.D: ¿Qué significó para ti la publicación de este libro?

E.B: La más grande sorpresa, el vuelco, el trastorno total del ritmo de mi vida. Escribí los poemas de ese libro de manera muy pausada, al ritmo impuesto por la necesidad, a lo largo de cinco, seis, siete años. Eran los tiempos en que ni siquiera soñaba con publicar. La escritura de poemas era una especie de necesidad vital, como alimentarse, como respirar, una forma de completar mi vida, de construirla o de esculpirla tal vez, de terminar de darle forma, de entenderla. No sé bien. Escribir poemas era obedecer a un impulso irreprimible y gozoso. El torrente salía de mí cuando era necesario. He contado que coincidió con el nacimiento de Balam y la conciencia de que nuestro paraíso desaparecía bajo el hacha y el fuego. Quise recuperar para mi alma y el ojo de mi hijito (Ojo de Balam), lo que había tenido el privilegio de ver en esplendor. Y todo pasó por ese breve libro: la vida, la alegría, los padres, el dolor, la fauna, la flora, los hombres, la destrucción, la muerte. Cuando la respuesta de los lectores me mostró que aquel territorio tan íntimo, tan personal, tan mío, les importaba, comencé a sentirme merecedor del alto privilegio de ver mi nombre en letras de imprenta. A veces hasta he llegado a sentirme poeta.


J.D: ¿Cómo era el poeta hace veinticinco años y cómo es ahora?

E.B: Mucho más inocente, por supuesto. Mucho más ingenuo y puro. Más creyente en el prójimo. Con la intuición despierta y viva, pensando, sintiendo, buscando. Aún no vivía la muerte y ese desconocimiento nos mantiene siempre más inocentes. La experiencia suele amargar un poco pero yo no he permitido que la vida me envenene demasiado. Creo menos en el prójimo ahora pero me esfuerzo por aceptar el duro rostro de la realidad tanto física como humana. Me tardo menos en aceptar que la realidad funciona con principios distintos a mis deseos. Quizá mi descubrimiento inicial de la imagen de la muerte fue la del paraíso devastado que es como la imagen de fondo en los poemas de Ojo de jaguar. Y una vez que acepté que los demás destruyen y que eso no me gusta, pues concluí que el camino que yo seguiría era sembrar, educar, construir, ayudar. Y eso hago. Construyo, en la medida de mis posibilidades, el tipo de mundo que quiero.

J.D: ¿Qué significado tiene este libro dentro de toda tu bio-bibliografía?

E.B: Definitivo. Un significado clave en mi vida. Es como el paso inicial en una marcha de mil kilómetros pero un paso bien dado: asentado sonoramente sobre la tierra. Cuando comencé a entender más cosas sobre la función de la Poesía y el Mito y cómo dan sentido a la vida del hombre en la tierra, supe, al ver hacia atrás, que la intuición del joven que escribió Ojo de jaguar estaba bien orientada
He dicho que ese entorno natural estuvo siempre ahí pero a mí me fue dado mirarlo y nombrarlo de un modo en que no lo vieron mis nobles antecesores en la poesía del sur de México: Pellicer, Sabines, Castellanos. Después de Ojo de jaguar escucho resonancias en voces de mayor edad, de menor edad y de igual edad que la mía. Muchas veces me da gusto y otras no tanto, cuando el mimetismo es obvio y arruina mis hallazgos. Pero tras un leve refunfuño dejo de lamentarme y acepto que el recurso barzonista (pedir prestado, gastarse el dinero y luego no reconocer la deuda) también existe en la práctica poética.
J.D: En 1990 se publicó la segunda edición aumentada. Háblame de ella…
E.B: Sí. Apareció casi con el doble de poemas. Entre los materiales nuevos hay un poema de presagios oscuros llamado Casa paterna, escrito mientras esperaba a mi familia justamente en la casa de mis padres, en Chiapas. Yo me había adelantado porque iba a dar una lectura en Tuxtla Gutiérrez y mi mujer y mis hijos llegarían a Ocosingo, una semana después en automóvil. El día en que llegarían amanecí con una emoción rara y la primera parte del poema se escribió en esa condición del hombre adulto, con mujer y con hijos, que de pronto se descubre solo en la casa de su infancia. Al despertar, escuché la voz de mis padres conversando en un cuarto vecino y la música de sus murmullos llegando por el tapanco, o a través de las paredes, removió recuerdos, produjo imágenes y generó una emoción luminosa, un sentimiento dulce de seguridad absoluta. De modo que la primera parte del poema es así: luminosa y dulce; pero ese era el día, como dije antes, en que mi familia llegaría por carretera. Varias horas después, yo contemplaba el valle y el pueblo bajo una tarde espléndida: un cielo azulísimo, delgado, con lejanas nubes de un intenso naranja, sobre el huerto selvático y florido de la casa. Estaba en una terraza contemplando la maravilla y escribía un poema como de bienvenida para mis hijos y mi mujer. De pronto tomé conciencia de que habían pasado ya casi tres horas desde el momento en que los esperábamos y aún no llegaban. Esa conciencia coincidió con la disolución del opulento crepúsculo y con la amenaza de las sombras. Justo en ese momento un guajolote en el patio hinchó su plumaje negro y yo lo registré en el poema como en una instantánea fotográfica. Un vago pensamiento me generó un escalofrío. Cuando lo leo a esta distancia puedo leer los símbolos premonitorios: casi veo al Huey Xolotl, el negro Tezcatlipoca, desplegando su sombra y sus presagios. Ahí dejé el poema, guardado en mi libreta. Era diciembre de 1984. A mediados del 86 lo encontré, lo releí… y me quemó. En noviembre de 1985 había muerto mi mujer en un accidente automovilístico en la ciudad de México. El presagio del 84 había encarnado en acto.
El otro poema que no estaba en la edición original de Ojo de jaguar, se llama Ala del Sur. Habla de la destrucción por fuego de la selva magnífica.
J.D: En 1999 se hizo una edición bilingüe, inglés-español, de Ojo de jaguar. Refiéreme algo al respecto.
E.B: Hace varios años, como uno más de esos misterios a los que me ha acostumbrado la vida, y que agradezco tanto, ocurrió algo curioso. Después de una lectura de poesía en Chiapas, se me acercó un señor: me dijo que conocía la obra de mis paisanos pero que por primera vez escuchaba la mía. Que estaba sorprendido y conmovido y que yo era “su descubrimiento”. Le agradecí sus palabras, platicamos un poco más, me dio su tarjeta y nos despedimos. Era Victor Perera, escritor, editor literario de The New Yorker, y colaborador de The Nation, The New York Times, The Atlantic Monthly, y publicaciones similares. ¿Qué hacía en Tuxtla? Me contó que estaba viviendo en Guatemala, escribiendo un libro sobre el país pero había venido a Chiapas por alguna razón. Cuando volvía a Guatemala vio en la frontera un cartel sobre el encuentro de escritores y decidió viajar a Tuxtla para estar en el encuentro. Cuando salió la edición de 1990 de Ojo de jaguar en El Ala del tigre, de la UNAM, le mandé el librito. Tiempo después me respondió con una carta entusiasta y una sorpresa: había propuesto el libro, como algo “verdaderamente digno de ser traducido”, al decano de los traductores del español al inglés, un señor que tras haber traducido ochenta novelas (de Valle Inclán a Sábato, Carpentier, Fuentes, García Márquez) se había mantenido siempre a prudente distancia de la poesía. Hasta el grado, decía, de haber escrito un ensayo para sus estudiantes de traducción que lleva por título Never Translate Poetry Unless You Absolutely Have to. Pero, como afirma en el prólogo de la edición en inglés o en el epílogo de su contraparte en español, Ojo de jaguar lo cautivó desde el primer verso y no le quedó más que traducir el libro completo. Zatz vivió muchos años en México. Llegó siendo esposo de Waldeen, la gran bailarina, y le tocó compartir aquel tiempo mexicano con Neruda, con Diego y Frida, con Luis Cardoza y Aragón, con Fernando Gamboa… Cultivó todos los aspectos de la traducción: desde los informes presidenciales hasta Los hijos y de Sánchez y las demás obras de Oscar Lewis. Pero desde su regreso a Manhattan, su tierra originaria, se dedicó exclusivamente a la literatura. La primera vez que leí sus datos impresos en una antología de cuentos, me sorprendió encontrar al final que, tras sus ochenta novelas traducidas, por primera vez, como culminación creativa, estaba trabajando gozosamente en el pulimento de su traducción “de un libro de poesía sobre la selva lacandona del poeta mexicano Efraín Bartolomé”. De entonces para acá hemos mantenido correspondencia y amistad. Hemos conversado, aclarado, revisado música, imagen y sentido en los versos. Nos hemos visto aquí y en Nueva York. Asa Zatz es un joven abuelo que bebe Siete leguas y ahora tiene cerca de 90 años. Ha publicado muchos poemas de Ojo de jaguar en revistas norteamericanas y en 1999 apareció el libro completo en una edición paralela: un tomo en inglés y otro en español. Es una edición en gran formato, ilustrada, en pasta dura y fino papel.

J.D: ¿Quién fue don Juan Ballinas, a cuya memoria dedicas el capítulo "Donde habla la ceniza"?

E.B: Don Juan fue mi tatarabuelo: padre de doña Angélica Ballinas, mujer sabia, mi bisabuela: madre de Eglantine López, mi abuela: madre de mi madre: doña Celina Rodríguez de Bartolomé. Dice don Juan que llegó a la edad de 28 años, se casó y fuese a vivir a un terreno con el fin de trabajar la agricultura, formó unas chocitas y le puso por nombre El Paraíso. Eso era: un gran huerto de Dios a la entrada del segundo valle de Ocosingo, con un arroyo brotando en el centro y corriendo entre cedros, caobas, ceibas, cacao, cafetos, bambú, sapotáceas, mamey, y un lago, etcétera. Junto a la finca estaba el cerro Chapaté y desde ahí miraba don Juan el río Jataté internándose en la gran selva llamada Desierto de Dolores, o de Tzentales, en tiempos remotos, y Selva Lacandona en tiempos recientes. Aquello realmente estaba desierto. Se sabía que los lacandones vivían allá, muy adentro, y se contaban historias de canibalismo y violencia. El Jataté nace al suroeste de mi pueblo, atraviesa el primer valle y el segundo y es uno de los tributarios mayores del Usumacinta, sistema al que se integran también el Santa Cruz, el Santo Domingo, el Ixcán, el Chijoy, el Chajul, y el río de la Pasión. Allá, en la cumbre del Chapaté nació en don Juan la idea de reconocer el Jataté y lo hizo en una serie de cinco expediciones entre 1876 y 1877 acompañado de un puñado de valientes. Reconoció el río, puso nombre a muchos sitios y logró llegar en la quinta expedición hasta Flores El Petén, Guatemala. Escribió sus memorias bajo el título de El desierto de los lacandones, ahora un clásico chiapaneco. Frans Blom y Gertrude Duby, amigos de la familia, supieron del manuscrito y promovieron su publicación en 1951. Yo conocí la finca El Paraíso allá por 1956 o 1957, a los seis o siete años y fue un deslumbramiento. El largo trayecto a caballo entre ocotales gigantes primero y luego entre árboles de selva mayor. La gran casona rodeada de chozas, la huerta y el paisaje. Y fui feliz mirando la obra de don Juan. Cuando volví al Paraíso ya como adulto, la gloria de la finca se había desvanecido. Recorrí la casona abandonada y aquella finca que llegó a tener unas diez mil hectáreas se fue reduciendo hasta la nada. Recorriendo El Paraíso en ruinas escribí Donde habla la ceniza en honor de don Juan. La casa, la huerta, el cementerio y las últimas 14 hectáreas las compró una de mis tías. Le pusieron mucho empeño ella y su esposo pero al final lo perdieron. Nada se puede contra los invasores.
J.D: ¿Podrías hoy escribir en el tono de Ojo de jaguar?
E.B: Sí. A veces la realidad o la memoria me tocan ciertas fibras del arpa interior que resuenan con vibraciones de aquel ámbito espiritual. Tal vez por eso el libro ha ido creciendo con el paso del tiempo como si fuese una criatura viva. J.D: En esta edición conmemorativa encuentro poemas de esa misma familia… E.B: Sí, he incorporado un poema brevísimo, Jaguar, muy cargado de potencialidad significativa, que apareció primero en Mínima animalia y después en Anima mundi. También es nueva toda la sección llamada “Lengua nocturna”, con los poemas “El Cadejo”, “Tres de a caballo” y “Tepeyólotl: corazón del monte”. Al final del libro incorporé el extenso poema “Audiencia de los Confines”, que canta y cuenta una historia del valle que generó al poeta, que generó el poema y que generó el libro donde se halla el poema. Mirando hacia Los Confines, como se llamó en tiempos coloniales aquella zona del mundo, desde un promontorio privilegiado, vi de pronto la cinta plateada del río Jataté serpeando y penetrando en aquellos huertos de Dios. A lo largo de su camino el río grande va recogiendo ríos menores, arroyos y arroyuelos que se incorporan y nutren su caudal mayor. Tuve la sensación de que ese río era el tiempo, y los arroyos que lo nutren los personajes que han hecho la historia del valle. Me puse a oírlos y a escribir lo que escuchaba. Salió una historia poética del valle desde los tiempos míticos de Coatán hasta que se asoman los ominosos rostros de la guerra, el progreso y la necesidad. El poema está fechado en diciembre del 92 pero prefigura ya lo que se vendría dos años después, en el 94.
J.D: ¿Crees que Ojo de jaguar sea el libro a través del cual te han descubierto más lectores?

E.B: Es muy probable aunque, según el feedback recibido, las preferencias se orientan hacia tres direcciones: Ojo de jaguar, Cuadernos contra el ángel y Música lunar. Y últimamente Partes un verso a la mitad y sangra. J.D: ¿Cómo ha cambiado el paisaje real hoy (la selva, su vida, su sentido vital y sagrado) con relación a la realidad de hace veinticinco años. E.B: La alteración ha sido despiadadamente humana. Iba a decir bestial pero, objetivamente, las bestias no hacen el daño que hacemos nosotros. Pasamos, en lo que ha durado mi vida, de ocho millones de hectáreas de selva virgen a tan sólo ochenta mil hectáreas de vegetación primaria. Y esa minúscula cantidad ya está amenazada por los invasores. Casi los oigo gritar sus consignas: ¡Duro, mi comandante, encienda la pira! ¡Duro y más duro! ¡Duro contra la Madre, mi comandante, que aún respira!
J.D: ¿Qué significa Ojo de jaguar para los jóvenes lectores?

E.B: No sé si los jóvenes con los que tengo trato sean una muestra representativa pero me hace muy feliz escucharlos, cuando se acercan después de alguna lectura, citando versos de El agua desdichada, de Retorno al Chamenhá, de Río nocturno, de Casa paterna, de Corte de café, del Intermedio con cinco cocodrilos… Por supuesto me gusta que los papás jóvenes se sientan nombrados en Cartas desde Bonampak. Y me gusta más que pase en territorios geográficos tan distintos a Chiapas. Hay tesis, ensayos, reseñas sobre ese libro, generalmente de gente joven. Me gusta que sucumban ante las imágenes y la música del verso, que vivan la experiencia poética formal pero que noten y señalen que el libro no es posado, que no es mero artificio literario, sino producto de una experiencia vital emocionada de carne y hueso y sangre.

Ciudad de México, 4 de abril de 2007


Lector de Ojo de jaguar[1]
Carlos Ramírez Vuelvas
Me gusta recordar el episodio en el que mi padre me llevó a la extinta librería del Fondo de Cultura Económica, que estaba frente al Jardín Libertad en la ciudad de Colima, para visitar la escueta feria del libro que por ese tiempo se instaló, hace como doce años. Entonces mis arritmias comenzaban con ciertas canciones de Jim Morrison y terminaban con varios poemas de Charles Baudelaire. Pero aquella emoción vertiginosa por andar los días se acrecentó cuando, al salir de la librería, llevaba en mis manos Agua lustral,[2] de Efraín Bartolomé.
El plan paterno era comprar lecturas en la librería para que en los ratos de ocio cada quien disfrutara la suya recostado sobre el camastro de una cabaña de playa, en Cuyutlán, uno de los balnearios marítimos del Occidente del país. Pero he aquí que “los viajes ilustran con sus fiebres” (1994: 58), diría el poeta Víctor Manuel Cárdenas, y como el corazón tiene pocos dueños, yo, antes de dormir, repasaba esos versos inusitados donde se hablaba de la lengua de la Coqui, de que “uno no está con uno en ningún lado”, de la “admonición del ángel”, de una música solar zumbando en los oídos y de una acumulación de momentos poéticos que ya son míos para siempre.
Para ser completamente honestos, debo decir que hasta entonces no tenía noticias de Efraín Bartolomé. Podría pensar que de no haber sido por Ojo de jaguar, tomo inaugural de la antología poética parcial Agua lustral, tal vez el libro no se habría detenido en mis manos; al menos hasta que poco después Verónica Zamora, en su taller literario, mencionó el nombre de nuestro autor. Pero aquella ocasión de paseo en el centro de Colima, previo a las vacaciones, abrí el libro de Efraín Bartolomé y desde el principio Ojo de jaguar me emocionó tanto como leer el Nuevo recuento de poemas (1986) de Jaime Sabines, el otro máximo poeta chiapaneco que yo guardaba en la mochila.
Devoré con delicia y compartí con escándalo aquellos poemas de Agua lustral. ¿Cómo alguien se atrevía a poner aquello en verso? El azoro lo repartí con algunos de los primos que hicieron la excursión a la playa colimense, y durante las fogatas, organizadas por la familia bajo el paisaje nocturno, recordábamos, entre divertidos y extrañados, esas estrofas frente al mar. Desde entonces me convertí en un lector cuidadoso de Efraín Bartolomé, en un lector arrogante que alguna vez tuvo el descaro de escribir un correo electrónico para decirle: “Maestro, no creo que haya alguien que conozca mejor que yo su obra.”
Pero para llegar a aquéllas líneas, padecí algunos años. “He aquí que las fiebres ilustran con sus viajes...” Y como el corazón tiene pocos dueños, en otro viaje con la familia, ahora en Chiapas, recuperé los versos leídos durante aquellas vacaciones en la playa. Obviamente yo llevaba conmigo Agua lustral para recordar, mientras visitáramos Bonampak o Palenque, los versos de Efraín Bartolomé. Luego de un largo y terrible trayecto entre las curvas de la carretera que va de Tuxtla Gutiérrez a Ocosingo, di mi siguiente movimiento: tomé un directorio telefónico, busqué entre los nombres alguno que hiciera un alto en el corazón y me dictara: “ese es el número, llama para que conozcas al poeta”.
Me respondió una voz femenina, quien me dio la noticia de que en efecto, esa era la casa de Efraín Bartolomé, que él había estado vacacionando apenas unos días antes ahí, en Ocosingo, pero que había regresado a la Ciudad de México. Anoté, tembloroso, el número que ella me dijo para que le llamara al poeta a su casa del Distrito Federal. No pude. Le conté la anécdota a Verónica Zamora, y ella me dijo que Bartolomé pronto vendría a Colima, porque le estaba organizando un pequeño homenaje.
Pero me atreví a escribirle al poeta para platicarle mi experiencia, sin tantos detalles como ahora, de mi lectura de sus libros, y le dije que yo aspiraba a escribir poesía. Seguramente sorprendido de mis andanzas en el Sureste del país en busca de su casa, él respondió que era evidente que yo tenía garra para este oficio. Agradecí y desde entonces conservo como oración que me gusta compartir, uno de los poemas perdidos de Rubén Darío, que Efraín me transcribió: “Todo lo que enigmático destino / ponga de duro, o ponga de contrario / al paso del poeta peregrino: / flecha de tenebroso sagitario / insulto de sayón, o golpe rudo, / caída en el camino del Calvario, / lo resiste quien lleva por escudo, / tranquilo y fuerte en la gloria del día / y con el sueño azul en la cabeza, / la devoción de la Alta Poesía / y de Nuestra Señora la Belleza…”
El homenaje a Bartolomé se preparó en Colima en el año 2000. Había buena salud en un grupo de amigos que preparamos textos, bailes, comida y bebidas, en honor a Efraín. Al día siguiente fuimos a desayunar a Suchitlán, un pequeño pueblo en la zona alta de Colima, donde el poeta, en un abrazo franco, nos entregó La casa sola.[3] Además, la Universidad Nacional Autónoma de México acababa de editar Oficio: arder (1999), volumen que recuperaba prácticamente toda su poesía, y me correspondió recibir, por equívoco, un ejemplar empastado de aquel libro, destinado originalmente para Verónica Zamora y Sergio Briceño González. Bartolomé atenuó las aguas: dijo que esa botella al mar había llegado a buen puerto, y que nuestros amigos pronto tendrían otro ejemplar.
Pero he aquí que las ilustraciones y los viajes enfebrecen con lo suyo y como el corazón tiene pocos dueños, nos fuimos, mi amigo Óscar Chapula y yo, a Guanajuato donde, no lo sabíamos, Efraín conserva un nutrido círculo de lectores, que por ese entonces también le organizaron un homenaje, en Salvatierra, durante el 2004. Las dos y media horas que distan entre la capital de ese estado y Salvatierra, pasaron fugazmente mientras esperábamos el inicio del recital que daría Efraín. Al terminar, el poeta nos presentó con los amigos de allá, y caminamos entre calles empedradas, llevados por la conversación sobre la presencia de la rosa en la poesía hispanoamericana. Luego los amigos nos dieron hospedaje, y Efraín nos invitó a recorrer una parte de Michoacán, durante la mañana siguiente. Le dije que yo tenía clases y él respondió con el “claro pañuelo de soberbia”, diría Avelino Gómez al referirse al oficio de la poesía:
-- Solo hay dos clases… sociales: los poetas y los otros.
Pero he aquí que la febrilidad ilustrada se convierte en viajes, desvirtuaría a Víctor Manuel Cárdenas. Y como el corazón definitivamente no tiene dueño, ahora nos embarcamos, Sandra Velásquez Alcaraz, Óscar y yo, a Puebla. Por ese entonces mantenía un ferviente intercambio epistolar electrónico con Bartolomé, que un día nos invitó a su casa del Ajusco. Allá fuimos. Sorprendido, agradecido, emocionado, me limité a escuchar la conversación del poeta. Luego recorrimos la Torre del Centauro, privilegio que sólo hubiera tenido Sandra si nos hubiéramos apegado a las reglas puestas originalmente por el anfitrión: sólo su olfato pudo distinguir las variadas hierbas aromáticas que separan la casa de la Torre. Desde lo más alto de la casa del poeta observamos y oramos, frente al caos de la selva de concreto de la Ciudad de México, contemplando nuestro “futuro incierto”, mientras veía crecer en el dulce rostro de Sandra una emoción apenas revelada.
Y he aquí que las fiebres y los viajes ilustran la vida, ahora interpreto, sin dueño, el corazón de Víctor Manuel. Varios años después regresé al Distrito Federal, ahogado en mis propias incertidumbres. Solo, resquebrajado por un montón de cosas que todavía sonaban a The Doors, me confiaba en los versos de Darío. Me prometí volver a casa de Bartolomé sólo si tenía algo importante que compartir con él, ¿cómo podría hacerlo de otra forma, si él me había deleitado toda una tarde con la amabilidad de su hogar? Nada poéticamente bueno tenía entre manos; sí, en cambio, un corazón adusto y agobiado por mi encuentro con la academia unamita.
Aquella fue también la oportunidad de sufragar la primera experiencia de edición de una parte de la obra de Efraín, cuando pude observar de lejos cómo deliberaba el doctor Gustavo Jiménez Aguirre con otros estudiantes, para editar el poema “Toniná: una mirada hacia los cuatro rumbos”, que apareció en Un pasado visible: Antología de poemas sobre vestigios del México antiguo (2004). Ellos sufrían porque Efraín pedía tres puntos, porque Efraín pedía un espacio, porque Efraín pedía menos sangría a un verso. Yo conservaba íntegro mi orgullo y recordaba la certeza con la que Bartolomé, en mis anteriores encuentros con él, me hablaba sobre la poesía. Además, como no estaba interesado en compartir el fuego sagrado para iluminar “las murallas de Academo”, como dice Sergio Briceño, los dejé sufrir.
¿Quién diría que el tiempo me devolvería el acertijo? Cuando mis amigos Verónica y Sergio hablaron de crear la editorial MonteVenus, tenían claro que se trataba de editar poesía, la más alta, como la de Bartolomé. Y dado que yo estaba metido en menesteres de edición, les parecía adecuado que fuese yo, el más humilde de los lectores de Bartolomé, quien les ayudara a preparar la edición conmemorativa por los 25 años de Ojo de jaguar, el libro aquel que me emocionó para siempre, desde mis quince en Cuyutlán.
Entonces comenzó el viaje en el Laberinto, guiado sólo por el corazón. Cuando al fin tuve el primer juego de galeradas, llegué emocionado a casa y llamé por teléfono a Efraín para comentar con él algunas dudas. Pero como los dedos son más lentos que los viajes, las fiebres y el corazón, un disparate me llevó a que me respondiera el atendedor de una casa de masajes turcos, para decirme que no, que ahí nunca había estado alguien con ese nombre. Con mi torpeza a cuestas, le dije a Sergio Briceño que él sería un mejor interlocutor entre las correcciones que hacíamos en Sericolor, la editorial que imprimió Ojo de jaguar, y yo.
Los siguientes días fueron de verdadera delicia. En la mesa principal de la Casa de Tres Patios, yo colocaba las enormes galeradas para comenzar con el trabajo de edición, siguiendo las indicaciones que Efraín enviaba a través de correo electrónico. Luego me detenía varios minutos repasando aquellos versos que me recordaban la adolescencia. Todo estaba dispuesto: debía llover y llovía, debían cantar los grillos y cantaban. Incluso, una llamada de Sandra debía interrumpir el trabajo, y lo interrumpía, al momento que yo trataba de encontrar la mejor forma de que la tipografía fuera límpida para los 300 lectores que tendrían en sus manos esta enorme brasa poética y editorial.

Pasaron, al menos, ocho tantos de galeras, antes de que nos decidiéramos a enviar un ejemplar preliminar al poeta. Y pasaron menos de ocho horas para que él estuviera complacido, creo, con los resultados. Pude decir que había terminado mi lectura y recorrido los andamios editoriales que sostienen este enorme Ojo de jaguar, uno de los libros que siempre me acompañan y han ilustrado el corazón sin dueño de mis fervorosos viajes.
Ojo de jaguar es ya un clásico de la poesía mexicana y cada vez gana más lectores en toda Hispanoamérica. Lo respaldan una decena de reediciones y un sinnúmero de comentarios críticos. Pero, sobre todo, lo revitaliza otro tanto de lectores como yo que, con fruición, mira más orgulloso el paso de los días luego de transitar por estas páginas pulidas por el tiempo.
Muchos poetas de mi generación, lo hemos comentado en frecuentes conversaciones, consideran ejemplar la poesía de Bartolomé.
Yo no conozco todas las ediciones de Ojo de jaguar, pero me sorprende que en cada edición que he leído, se encuentren cambios dirigidos hacia un pulimento no siempre formal sino emotivo, para bruñir la creación.
Aquí queda esta edición conmemorativa por los veinticinco años de Ojo de jaguar, debida a los empeños de la Universidad de Colima y MonteVenus. La terminamos en diciembre de 2007. La edición tiene una nota de presentación de Marco Antonio Campos. El libro incluye la sección “Ojo de jaguar ante sus lectores”, donde encontraremos una investigación hemerográfica y selección de notas de Guadalupe Belmontes Stringel sobre los comentarios que el libro ha recibido en sus distintas ediciones; aparecen también el ensayo “Ojo de jaguar: la anagnórisis selvática” de Gustavo Ruiz Pascacio; y dos entrevistas al autor: “Audiencia de Los Confines”, de Marco Antonio Campos, y “Ojo de jaguar: veinticinco años después”, de Juan Domingo Argüelles. La ficha para bibliófilos nos indica que para esta edición conmemorativa se realizó una tirada de 300 ejemplares numerados y firmados por el autor. El libro es un bellísimo ejemplar encuadernado en tela, con el título en relieve, en gran formato (44 x 29 centímetros), impreso en fino papel Domtar Titanium de 118 gramos, libre de ácido y sin cloro elemental, con guardas de papel Domtar Feltweave Spirit Red de 216 gramos. La obra va protegida con sobrecubierta ilustrada y plastificada.
Gracias por su atención.

Hemerobibliografía

BARTOLOMÉ, Efraín (2007) Ojo de jaguar. México, Universidad de Colima, MonteVenus
______, (2004), “Toniná: mirada hacia los cuatro rumbos”, Crítica. 104 (mayo-junio), 28-42.
______, (1999) Oficio: arder (obra poética 1982-1987). México, Universidad Nacional Autónoma de México. [Ensayos y poemas]
______, (1999) La casa sola. México, León de la Rosa Editores.
______, (1991) Agua lustral, 1982-1982. México, Consejo Nacional para la cultura y las Artes. [Lecturas Mexicanas, tercera serie]
______, (1982) Ojo de jaguar. México, Universidad Nacional Autónoma de México.
JIMÉNEZ AGUIRRE, Gustavo (edit.) (2004) Un pasado visible: Antología de poemas sobre vestigios del México antiguo (2004). Fotografía, Javier Hinojosa. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Artes de México. [Libros de la Espiral, 16]



La selva: mujer que muere
Claudia Martínez

Dicen que cuando Efraín Bartolomé escribió Ojo de jaguar en 1982, pocos fueron los ojos que voltearon a él, sin embargo el murmullo creció aceleradamente hasta lograr 2 reediciones del poemario y el Premio Nacional de Poesía en 1984. La crítica mexicana ha catalogado al libro como uno de los principales en la poesía del país, poemas que cantan al mundo con certera descripción y sentimiento nostálgico y agudo para expresar una demanda nacida de la experiencia propia con ecos de voces indefensas: el poeta consigue traspasar los límites de la literatura y se desliza por una postura de arte por la vida.
Sensitivo, Ojo de jaguar nos recuerda a Nietzsche, un acercamiento al mundo por los sentidos, el poeta que toca la selva y la entiende, poesía viva. Vista, olfato, tacto, gusto, oído confluyen cuando el cantor escribe para presentarnos a la selva que muere, al hombre selva que vive y muere con ella, porque el hombre selva no es el mismo que mata a la orquídea y caza al puma. Bartolomé es capaz de hacernos sentir la selva porque la ha vivido con su propio cuerpo, la ha disfrutado, se ha enamorado de ella y en sus poemas evoca el ayer, como el amante que contempla la ventana ya vacía sintiendo la presencia ausente de la mujer. Sólo un poeta de la selva podría decir: un sonido de grillos/ ecos/ pájaros/ rasga la piel del aire[4].
Una crítica social paisajista es lo que podemos apreciar en este libro. Pero más allá de eso, un ingrediente erótico se evidencia, lo inseparable del hombre, la sin-razón que lo conduce al conocimiento auténtico de su realidad. Por una parte, la selva con su belleza seductora y majestuosa, aquella que en Eustacio Rivera pierde al hombre y en Bartolomé lo adopta.
“Casa de los monos”, va más allá de esa belleza natural, baila en la relación hombre-mujer, un amor sufrido. Es el poema del amor que se nos escapa en letras que nunca atinarán a ser las mejores para expresar la dicha del corazón. La selva es mujer ahora, por ello el poeta enmudece de asombro, el hombre se reconoce incapaz de ganar el corazón de la mujer y elige ser fiel contemplador al servicio de la diosa selva:
Para qué hablar
del guayacán que guarda la fatiga
o del tambor de cedro donde el hachero toca
A qué nombrar la espuma
en la boca del río Lacanjá
Espejo de las hojas Cuna de los lagartos
Fuente de macabiles con ojos asombrados
Quizá si transformara en orquídea esta lengua
La voz en canto de perdiz
El aliento en resoplar de puma
Mi mano habría de ser una negra tarántula escribiendo
Mil monos en manada sería mi pecho alegre.
Un ojo de jaguar daría de pronto certero con la imagen
Pero no pasa nada Sólo el verde silencio[5]

Se sabe perdedor, se entristece por su inferioridad ante la mujer y voluntariamente renuncia a ella. Sin embargo no lo hace en silencio, maldice, no al amor sino a su insignificancia, arroja ese sentimiento lejos porque no vale, no es suficiente para expresarse:
Para qué hablar entonces
Que se caiga este amor de la ceiba más alta
Que vuele y llore y se arrepienta
Que se ahogue este asombro hasta volverse tierra
Aroma de los jobos
Perro de agua
Hojarasca.[6]

Que ese amor se haga nada porque la amada se merece más de lo poco que el poeta puede darle. Son la ceiba, el perro de agua y la hojarasca quienes pretextan su sentir y lo significan, ¿qué es la hojarasca? Sino aquello sin vida, lo que no sirve. Ese amor tiene que caer de la ceiba más alta porque su copa roza el cielo y no habría quien sobreviviera a tal caída.
De nuevo es la selva con su magnificencia la única adecuada para cantar al amor, tan grande como el amor es la selva, tan seductora, tan humana…
Bartolomé lo sabe, escribe con la tristeza de lo que se esfuma lentamente delante de nuestros ojos y poetiza para evitar perderla por completo, que al menos en sus letras se re-cree lo que el hombre mata de forma acelerada; un grito de impotencia, esperanza de añorar otro destino para nuestra madre naturaleza. Ese es Efraín en Ojo de jaguar, el hombre clamando al verdugo que trata de matar a su amada: la selva.

PIEDRA DE TOQUE
DEL DIARIO DE ODACIR
CARTA A LA MADRE (I)
Ricardo Cuéllar Valencia

Para Andrés Fábregas Puig y Oscar Wong,
quienes recientemente han perdido a la madre.

“…afrontar la muerte con serenidad, sonriente, sin temor…”
Michel Onfray en Domar la muerte. Sobre el epicureismo de Filodemo de
Gadara en Las Sabidurías de la Antigüedad, Contrahistoria de la Filosofía, I

Siempre pienso en ti, despierto o dormido. Sobre todo en los sueños hablamos con frecuencia y visitamos lugares, familiares. Viajamos. Nací cuando tenías 17 años. Recuerdo que a tus 34 salíamos abrazados y mis amigos, en principio, conjeturaban que éramos novios, y mi novia estuvo a punto de terminar la relación por nuestras constantes salidas y presencia en fiestas sociales. Nos reíamos a carcajada batiente por ese tipo de comentarios parroquiales. Cuando se lo comentamos a mi padre se quedó serio y después lo tomó como un argumento para sus constantes representaciones teatrales que hacía en la sala de la casa donde vivíamos, cada vez que llegaba a visitarnos.
Te recuerdo, desde niño, bien vestida y con el cabello generalmente recogido en moñas o trabado en trenzas, alrededor de la cabeza. Usabas vestidos claros, preferiblemente combinabas el azul, el blanco, el rosa y el negro. Usabas delantal para los menesteres cotidianos de la casa. Aprendiste a cocinar por necesidad pues tu madre y tu abuela te habían alcahueteado con todo tipo de cuidados.
Tus atenciones sobre protectoras me acongojaban y enmudecían. Después de los tres primeros hijos te fuiste alivianando. Cuando ya tenías seis, fuimos once, yo te ayudé a criar a mis hermanos, por un buen tiempo. Me encantaban los relatos de leyendas y mitos de los Quimbayas y Chibchas y las hazañas del cacique Calarcá en los días de la invasión española. Eras una narradora oral nata.
Cuando me enseñaste a leer para sobreponerme a la maestra esa que me golpeaba la cabeza por cambiar las palabras, amé la lectura. Con los años me convertí en tu lector en voz alta de cuentos, poemas y ensayos, siempre en la noche, en tu recamara, mientras cocías ropa en la máquina Singer para los hijos y para ti.
Siempre me hablabas instruyéndome sobre algo. Tus relatos sobre el diablo me aterrorizaban. Varias veces lo vi cuando apenas empezaba a dormirme, en medio del obligado rosario, diario, de las siete de la noche. Veía tus fantasmas al lado de mi cama y escuchaba el ruido de cadenas, arrastradas, el constante quebrazón de platos en la cocina, y también percibía los golpes en las paredes de las recamaras de atrás, voces y ruidos en la cocina o en los corredores. El temor me paralizaba. Terminaba amaneciendo en tu cama, abrazado a ti.
Cuando me atrapó la crisis religiosa fue nuestra peor época. Me hablabas fuerte y tratabas con dureza y castigos. Tu fe inconmovible chocaba con mis primeras ideas filosóficas, nacidas de las lecturas de Sastre, Camus, Hesse. Nuestra amistad se hizo pedazos cuando descubrí a Nietzsche. Te decía que Dios estaba muerto y que la teología era una barrabasada. Como tres o cuatro años duró la crisis de nuestra amistad hasta que me di cuenta de lo inútil que era polemizar con la madre, sobre temas de la dogmática cristiana. Esos años fueron terribles. Sufrí mucho por nuestra incomunicación. Descubrí el vacío y la soledad. Y sobre todo el amor por la lectura. Me tratabas con ternura al despertar y con frialdad el resto del día. Cuando hablabas de Dios a mis hermanos pequeños no permitías que opinara. Hasta que un día me rebelé y te exigí que respetaras mis opiniones pues estaba en el derecho de expresarlas. Fue tan fuerte tu respuesta, que no te sentabas en la mesa del comedor cuando yo estaba. Durante varios días les hablé a los hermanos de mis nuevas convicciones mientras llorabas en la cocina o en tu recamara. Fue una verdadera tragedia. Debí dejar de ir al comedor. Llevaba los alimentos a mi cuarto y con impaciencia y desgano comía. Enflaquecí. Te confundías con mis reiterados silencios y, a veces, ausencias de la casa. Días enteros me desaparecía. Aunque cotidianamente salía a las seis de la mañana y regresaba a las once o doce de la noche.
¿A dónde te metes, hijo? Me preguntabas con una voz quebrada y en ocasiones entre llantos. Tal era tu preocupación por mis ausencias, incluyendo varias noches, que llegaste a pensar que te había dejado de querer. En principio no me creíste que pasaba el tiempo estudiando las lecciones –aun en el bachillerato- leyendo literatura o escuchando música en la casa de Héctor Cardona, Ramiro Cadavid, Oscar Quintero, Jaime Meneses o Miguel Suriano. Pero ¿Qué hacen? Insistías incrédula. Mamacita: estudiar, leer, conversar, divertirnos. ¿Llegan mujeres? A veces… ¿Tienes novia? Si. ¿Estas enamorado? Si. ¿Mucho? Algo. No me mientas. Si, quiero a Olga Sthella. ¿Por qué no me lo habías contado? No se. No me engañes. Dime. ¿Qué? ¿Por qué el silencio? Por nada. No, no te creo. Algo te traes entre ceja y ceja. Tus silencios son sospechosos. Algo te pasa. Madre, déjame tranquilo. ¿Qué lees? Filosofía, historia, novela y poesía. Para que te complicas la vida, basta la fe, hijo, entiéndelo, por amor a Dios. Te entiendo Madre. Simplemente aceptemos que somos diferentes. La diferencia no niega ni impide el amor. Olga Sthella va a misa diario y no me obliga a acompañarla. Ese ha sido un acuerdo. Yo te quiero mucho, a pesar de que pensemos distinto. Es que tu naciste de mis entrañas, eres de mi sangre, hijo, me duele todo esto, no se como explicarme. Me abrazabas bañada en lágrimas y no sabía como consolarte.
Con el paso de los días reiniciamos nuestra amistad, hasta que llegamos a ser cómplices. Me apoyaste en mis búsquedas poéticas. Me dabas dinero para comprar libros y animaste a Luis Alfonso, el segundo, para que me abriera una cuenta en la Librería Científica, allá en Medellín. Por esos días te convertiste en una buena lectora. Nuestros temas de conversación cambiaron.
Viajamos a varias ciudades juntos en buses y trenes: a Bogotá, Manzanares –tu tierra natal- Manizales, Pácora, Dorada, Sabaneta, Envigado, Bello y tantos otros pueblos y ciudades. Muchas cosas que vivimos juntos dejo en el tintero para otra ocasión.
La última vez que nos vimos fue en Bogotá. Yo vivía en Manizales. El tercer sábado de julio de 1977 desperté pensando en ti. Sin considerarlo mucho tiempo decidí ir a verte. En la tarde ya tomábamos café en la casa de tu hermana Olga. María Victoria, a penas de dos años, jugaba con su madre en la recamara de las visitas. El domingo salimos a caminar por el Parque Nacional, a unas pocas cuadras de la casa de mi tía. Te comenté la idea de montar un negocio y dejar el trabajo de la Universidad para dedicarme exclusivamente a leer y escribir. Tomaste la idea yendo más allá de mi propuesta. Yo, me dijiste, administraré el negocio y partiremos ganancias. Gestionamos un préstamo con un familiar acaudalado. La decisión nos alegró a tal punto que el lunes volvimos a salir para, solitos, concretar varios asuntos. De paso fuimos a la librería Buchholz y compré algo así como quince libros de poesía. El lunes por la noche regresé a Manizales, después de invitarte, insistentemente, a pasar unos días en mi casa. No, no puedo, mañana saldré para Medellín, me comentaste con plena convicción. Debo ver mis otros hijos, me hacen falta. Habías estado un mes descansando al lado de tu querida hermana.
Antes de despedirme me pediste que te dejara algunos libros para leerlos. Te escogí unos tantos. Recuerdo, entre otros, poemarios de Pedro Sainas, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Jorge Guillén, Pablo Neruda, Gabriela Mistral…
Mi entusiasmo por organizar una librería en el garaje de tu casa en Medellín era incontenible.
Al día siguiente a las seis de la mañana mi hermano Luis Alfonso me habló por teléfono para anunciarme que el bus en el que viajabas se había caído a un río, que no se sabía nada, que me desplazara de inmediato a la zona para que me cerciorara con detalles del accidente. Y exclame mi inmediato: ¡Mi madre esta muerta! ¡Vida hija de puta! Y, en efecto, así fue. (Continuará)


METODO FÁCIL Y RÁPIDO PARA SER POETA
Jaime Jaramillo Escobar

EL LECTOR DE POESÍA

Muchos fracasos literarios se deben a que los autores no cuentan con el lector. Creen que el lector está a su servicio. Pero es al contrario. Es el autor el que debe servir al lector. No entenderlo así ha producido la desilusión de muchísimos autores noveles.
Aparte de los lectores especializados de las grandes editoriales, no existe nadie que tenga la profesión u oficio de lector. Los poetas que comienzan se imaginan que existe el lector como una especie de monstruo, pronto a devorar cuantas letras aparecen impresas en hojas y folletos, sobre todo si están firmadas por ellos.
Y no es así. Algunos poetas famosos hablan de tener cinco lectores, otros aspiran a diez. Se refieren, por supuesto, a lectores auténticos, con un alto grado de comprensión: lectores adictos.
¿Cuál es su poeta preferido? ¿Podría usted escribir un ensayo sobre él? Entonces usted no lo ha leído.
La mayoría de los poetas jóvenes estiman que un poema es una especie de secreción que se deja en un papel para ver quién se ensucia con ella. Su concepto y estima de la poesía, de sí mismos y del lector, no pasan de allí. Nada puede esperarse de eso.
Desde luego, los más seguros lectores de poesía son los mismos poetas, aunque, contrariamente a lo que podría pensarse, resultan ser también los más encerrados en escuelas y retóricas. Por fuera del gremio de los poetas el lector de poesía es ocasional y selectivo, y generalmente distanciado de vanguardias. Esos lectores solamente leen a poetas muertos, porque sufren de una especie de necrofilia.
La poesía viva no tiene contemporáneos porque la mayoría de las gentes viven en el pasado, con una sensibilidad y un gusto literario de otra época. Los colombianos viven hoy en día con la poesía de Barba–Jacob, de Luis Carlos López o de Julio Flórez, los cuales se reeditan anualmente. Fenómeno muy explicable si se tiene en cuenta que los poetas jóvenes todavía andan con Baudelaire y con Rimbaud. O sea que el reloj de la poesía, por estas latitudes, se desplaza lentamente. Tan lentamente que después del Nadaísmo los nuevos poetas dieron marcha atrás, en lugar de haber dado un buen paso adelante. La razón de por qué lo hicieron es explicable: querían permanecer al lado de sus muy escasos lectores, pues ir adelante es marchar solo. El
temor a la soledad y las ganas de compañía y aplauso hace que pocos se atrevan a ir demasiado lejos. Al que se decide a escaparse lo insultan con el calificativo de paria. Hasta que esa palabra pase a denotar independencia y audacia. Se ve ya la razón por la cual, después de los postnadaístas tendrá que haber un neonadaísmo y luego un ultranadaísmo y así sucesivamente.

NOTAS

1. En definitiva, sólo hay dos clases de poesía: la buena, excesivamente rara; y la común y corriente. Lo que no es poesía puede clasificarse con los abusos de confianza. JAVIER ARANGO FERRER

2. El acto estético es anterior al acto intelectual: antes de entender un poema, uno siente si es bueno. JORGE LUIS BORGES

3. En nuestro tiempo, bastantes cosas grandes han perdido su significación, y una de ellas es la poesía. MARK Van DOREN

4. Todas las formas poéticas agregan algún ingrediente a la realidad. CARLOS RAFAEL DUVERRÁN

5. El lenguaje de la poesía es y será siempre convencional. PORFIRIO BARBA–JACOB

6. Te he pesado, poeta, y te he hallado falto de peso. SAINT–JOHN PERSE

7. Lo que ha salvado del olvido la poesía de Alfonsina Storni es su autenticidad, es decir, el hecho de que no es literatura, sino vida, amor y dolor propios, realmente sufridos. SIMÓN LATINO

8. El verdadero efecto de un gran poema es hacer que uno conozca realmente lo que ya creía saber. La eficiencia de un gran poeta consiste en traer al conocimiento lo que ya se daba por tan sabido que dejaba de ser conocimiento en absoluto. ARCHIBALD Mac LEISH

9. Yo, no amo a los poetas, sino en sus libros; es su personalidad la que me seduce; su persona me es indiferente, o molesta... Mis grandes poetas son muertos, o han estado muy lejos de mí; todo contacto con la humanidad me es odioso. JOSE MARIA VARGAS VILA

[1] El texto fue leído durante la presentación en Colima del libro conmemorativo de 25 años de Efraín Bartolomé, Ojo de jaguar. México, MonteVenus/Universidad de Colima, 2007.
[2] Esta primera antología de la obra poética de Bartolomé incluye los siguientes libros de poesía: Ojo de jaguar (1982), Ciudad bajo relámpago (1983), Música solar (1984) y Cuadernos contra el ángel (1987).
[3] Este libro de Efraín Bartolomé, (León de la Rosa Editores, Tuxtla Gutiérrez, 1999), con ilustraciones de Balam, huecograbados, serigrafía y aplicaciones a mano. El texto se compuso en Garamond condensada de 46, 16 y 12 puntos. La edición consta de 200 ejemplares, impreso en papel Cultural de 48 kilogramos, Filare, Canson y Gallery Express, encuadernados en pasta dura con lomo de piel y protegidos con guardapolvos. Edición fuera de comercio, numerada y firmada por el autor.
[4] E. BARTOLOMÉ, “Valle de Ocosingo” en Ojo de jaguar, p. 30
[5] “Casa de los monos”, ibídem., p. 14
[6] Loc. cit

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